Reinventarse o morir: ¿Siguen teniendo sentido las diputaciones provinciales?
Una forma inteligente de reinventar las instituciones sería fundirlas con el nivel municipal como dos facetas del gobierno local
Salvo en las comunidades autónomas uniprovinciales, en donde las diputaciones desaparecieron hace veinticinco años, los españoles pueden contar hoy hasta cinco niveles territoriales de gobierno: Unión Europea-Estado-Comunidad Autónoma-Provincia-Municipio... y eso, sin incluir la enorme casuística de entidades adicionales como el cabildo en Canarias, la parroquia en Galicia o en general las mancomunidades, las áreas metropolitanas, los distritos, etc.
En esta coyuntura de crisis y necesidad de replantearse completamente la justificación del elevado gasto público, no es extraño que surjan voces que sugieren la simplificación de ese complejo mapa territorial eliminando sin más uno de esos niveles: el de las decimonónicas diputaciones provinciales, por ser entidades aparentemente superfluas y, además, con reminiscencias centralistas.
Es cierto que, a lo largo del profundo proceso de descentralización iniciado en 1978, las provincias no han congeniado demasiado con las Comunidades Autónomas y, de hecho, las recientes reformas estatutarias han puesto de manifiesto una vez más como éstas no desean articularse con aquéllas sino más bien asumir las pocas competencias materiales que puedan quedarles a las diputaciones.
A veces se ha justificado que sigan existiendo las provincias por el mero hecho de que están garantizadas por la Constitución, pero eso parece un argumento simplemente leguleyo. Si sólo sirven para molestar y no aportan valor, lo mejor sería suprimirlas aun cuando eso requiriese una reforma constitucional.
No obstante, antes de proceder a su liquidación, no estaría de más reflexionar un poco en la utilidad que potencialmente atesoran las diputaciones y en cómo aprovechar su enorme poso histórico de casi doscientos años. De hecho, por muy artificiales que en su momento fueran, las provincias tienen hoy una sólida presencia en la vida de los ciudadanos constituyendo el ámbito de referencia en cuestiones tan cotidianas como la lectura de prensa, a la hora de votar, cuando se acude a la universidad o incluso animando al equipo de fútbol.
Una forma inteligente de reinventar las diputaciones consistiría en dejar de considerarlas como un nivel político distinto del municipal y fundir conceptualmente a ambos como dos facetas del gobierno local. Con más de 8.000 ayuntamientos, el tamaño medio de los municipios españoles es ridículamente pequeño y no haríamos otra cosa que engañarnos si pensamos que así es posible que exista la autonomía local. En ese contexto, las Diputaciones deberían concentrase en cooperar y asistir a los municipios para que de verdad estos puedan cumplir su importante papel de proveer servicios básicos de calidad y acercar la democracia a los ciudadanos.
La apuesta por la identificación entre competencias municipales y provinciales lejos de llevar a una devaluación de la diputación, podría otorgarle una singularidad institucional dirigida a garantizar la autonomía local en su conjunto y a optimizar el gasto público que se hace por los ayuntamientos. Por su parte, tanto el Estado como la comunidad autónoma deberían tomar como referencia una sola comunidad política local integrada por municipios y provincias ponderando la naturaleza de la materia y la capacidad de gestión de las entidades locales a la luz del binomio ayuntamiento-diputación.
La justificación de las Diputaciones sería entonces lograr que aquellas competencias que los municipios no pueden desempeñar por sus escasos recursos, permanezcan en el ámbito local o se les añada valor en forma de economías de escala. Así, se posibilita siempre que la subsidiariedad favorezca al gobierno más cercano y eficaz evitando que la competencia, aun siendo local, acabe siendo ejercida de forma más lejana e ineficiente por el nivel autonómico.
Del éxito de esta reinvención de la provincia al servicio de los municipios va a depender no sólo la capacidad de los gobiernos locales para satisfacer con eficiencia y agilidad las necesidades colectivas de sus vecinos, sino su propia legitimidad política como gobiernos representativos dotados de la autonomía necesaria para decidir entre diferentes políticas públicas. Por su parte, la intermunicipalidad como objetivo único de las Diputaciones no rebajaría su rango, sino que daría firmeza a su propia esencia como entes básicos en un esquema integralmente federal donde estaría reafirmado el poder local como independiente del de las demás instancias territoriales.
Finalmente, el que las comunidades autónomas estén tan empeñadas en crear nuevas entidades como la veguería catalana o la comarca aragonesa, demuestra que la existencia de niveles intermedios entre ellas y los ayuntamientos no es tan superflua ni puede considerarse una amenaza centralista que supuestamente compite con el autogobierno autonómico. Otra cosa es que haya en España quien legítimamente desee vestir nuevos santos, desnudando a otros que ya existen desde el siglo XIX.
Mayte Salvador Crespo es investigadora del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales
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