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Columna
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Gobernar a martillazos

Pues pasa que está pasando lo que tenía que pasar. Decía Nietsche que había que filosofar a martillazos, no se sabe si confundiendo el pensamiento con el arte de gobernar, pero no cabe duda de que Rajoy (que apenas si ha dado todavía la cara) se dispone a gobernarnos provisto de un buen mazo que derribará de una vez por todas lo que queda del Estado del bienestar. Se veía venir, y se verá más todavía en cuanto ganen las autonómicas andaluzas, que mira por dónde se han convertido en el acontecimiento que decidirá en parte el futuro de nuestro país, si es que lo tiene.

Lo que no se sabe muy bien es dónde nos habrá de conducir todo esto, porque si se trata de recortar casi todo y de ajustar lo poco que quede en pie, la mayoría del personal ni siquiera podrá ir al súper a hacer la compra, se pudrirán las mercancías en los almacenes, los empleados de las grandes superficies engrosarán las listas del paro, y crecerá de manera alarmante el número de rebuscadores en los contenedores de basura por ver de hacerse con algo comestible aunque esté ya caducado. Y si el paciente lector cree que exagero, piense por un momento cómo estaba el patio cuando comenzó esta crisis que todavía no lo era, según el profeta Rodríguez Zapatero, y dónde estamos ahora, sin que se vea en el horizonte signo alguno de que vamos a mejor, sino que más bien casi todo el mundo está persuadido de que la ruina no ha hecho más que comenzar.

Es fácil sugerir que la situación todavía no es alarmante y que está más o menos controlada, dejando así como de lado a ese millón y de hogares en los que nadie tiene empleo ni percibe ya cantidad alguna por desempleo, lo que supone desdeñar la magnitud de la tragedia. Un drama que tiene ahí su centro neurálgico, pero que no carece de extensiones a modo de efectos colaterales, esto es, la de otro millón de hogares en los que quizás un sueldo mínimo, una ayuda de los servicios sociales, un algo para no tener que elegir entre comer o encender la estufa, unos cuantos millones de personas excluidas a las que muy probablemente no será posible reintegrar a la vida social estable hasta dentro de muchos años, si es que sobreviven.

Hasta los infautados de ayer temen hoy perder lo que quede de su empleo, y todo eso genera algo más que una sensación de desconfianza generalizada hasta instalarse en el corazón de la desconfianza misma, con todo lo que ello implica de desagregación cultural, insolidaridad latente y desestructuración social, mientras se extiende la alarma de un sálvese quien pueda en la que pronto no habrá ni salvavidas con los que mantenerse a flote ante la furia de un tsumani sin objetivo ni otro control que el de lo que quede de los mercados financieros, si es que para entonces todavía quedan fondos en circulación. A este paso, pronto la residencia en el África subsahariana será un destino envidiable para todos.

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