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Columna
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Liquidadores

Manuel Rivas

En una aldea de alfareros, en Buño, en la Costa da Morte, cada casa es un taller y cada taller un espacio que crea espacios, un humilde big bang. Con un puñado de barro, la mirada fértil, las manos sinceras y el impulso de un pie que hace girar el cosmos, el alfarero ha hecho nacer en minutos hipnóticos una pieza astral y revolucionaria: la viradoira. Es un logro estético y muy útil: sirve para darle la vuelta a la tortilla. Justo lo que haría falta para hacer frente a este rapto de Europa por poderes más o menos ocultos. Una gran viradoira, que diera la vuelta a la tortilla antes de la sustracción total de los huevos. La proximidad a la arcilla crea confianza. Este oficio parece pertenecer a la estirpe de lo inextinguible, pero el alfarero nos despierta de la ensoñación. Él y sus compañeros han recibido una carta en la que se les comunica la disolución de la sociedad de desarrollo que habían puesto en marcha, de acuerdo con la Administración pública. La iniciativa había reactivado la comarca. Eso sí, pueden pasar a retirar las piezas que habían donado para el museo. Y que no se crean una excepción. Lo mismo se ha hecho, dice la misiva, con todas las sociedades semejantes. El signo de los tiempos, etcétera.

Pero toda mi atención se concentra de repente en la figura del firmante. No en su nombre personal, sino en el cargo. ¡El Liquidador! Firma así: El Liquidador. No sabía que existía ese alto cargo. Creo que se le escapó. Esa palabra es una huella en el barro. Ahora empiezo a entender de verdad lo que pasa. Muchos que presentan la apariencia de sesudos tecnócratas, políticos, banqueros, obispos o jueces, son en realidad liquidadores. Se aprovecha la crisis para liquidar los avances democráticos. ¿Cómo se reconocen? Tienen una contraseña obsesiva, mafiosa: el ajuste. El ajuste de cuentas, por supuesto.

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