400 beneficiados por su reparto de empleos despiden con vítores al presidente dimitido
Se despidió en su feudo. Y con honores. Entre salvas de aplausos, lágrimas, vítores y rendiciones. José Luis Baltar ofició hasta el último minuto el "buen" caciquismo del que alardeó durante sus impenetrables y sucesivos mandatos (22 años consecutivos) al frente de la Diputación de Ourense. Ayer, finalizado ya el último pleno que presidió, y tras el besamanos de turno de sus alcaldes y diputados -unos más emocionados que otros- mostró al mundo su verdadero legado: más de 400 empleados vinculados al PP que abarrotaron las regias escaleras del Pazo Provincial para despedir, cariacontecidos, en fila india a su patrón. Le fue materialmente imposible abrazarlos a todos. No solo por la ingente cantidad de sus enchufados, sino porque el ya exbarón del PP gallego había colmado el cupo emocional de la intensa jornada.
No pudo con todo. Dejó a cientos sin posibilidad de expresarle el afecto y enfiló como un rayo, precedido de su chófer, las escaleras hacia el garaje de la institución provincial con el rostro inflamado y los ojos humedecidos para subirse por última vez al coche oficial que habría de llevarlo esta vez a la jubilación. Ya ha dicho que irá él -en lugar del chófer de la Diputación- a sus nietos al colegio.
Tras dos décadas holgadas al frente de la máxima institución provincial, Baltar deja casi un millar de ourensanos (la mayoría cargos, o parientes, del PP) colocados en puestos de trabajo que apenas tienen cometido en una Diputación endeudada hasta el límite legal y con un presupuesto en recesión (poco más de 71 millones este año) del que casi la mitad (un 41%) se evapora en pagar salarios. La mitad estaban ayer ahí.
Antes de que lo embargara la emoción por esta muestra de agradecimiento de los cientos de empleados cuyos contratos investiga la Fiscalía, Baltar regaló a la audiencia las últimas ráfagas de su perfil político. Sin trombón y todo, mantuvo ese tono de proximidad y chanza que lo caracterizan y que tan buenos resultados (junto a las contrataciones) le han dado en política. Se dejó fotografiar con todo el mundo: diputados de su grupo, de la oposición, alcaldes, concejales, amigos... "Venga, ahí también. ¿Alguien más quiere otra foto? ¡Dónde haga falta!", repetía aparentemente incansable mientras se sometía con la mejor de sus sonrisas al ritual de turno como si aún le fueran los votos en ello.
Se inmortalizó también con los fotógrafos de los medios de comunicación a quienes tantas portadas brindó. Sentado entre ellos en las escaleras próximas a su despacho, fue el único capaz de romper el hielo del momento. "Esta es la foto de los que vamos a ir derechos al infierno", clamó mientras arreciaban los flashes.
"Para eso hay que nacer", comentó una de sus empleadas, expresando en voz alta lo que todo el mundo en el PP da por hecho: el baltarismo que viene está a años luz del baltarismo. Su hijo, el Baltar que se queda ahora con todo el legado acumulado en dos décadas por su padre su padre, no apareció. En breve gestionará una institución que dedica 29 millones de euros a gastos de personal y 12 a inversiones. Lo hará con un equipo de veteranos -otra generación- del núcleo duro de su padre y algunos de los cuales aspiraban a optar, tras años de fidelidad al patrón, a la sucesión institucional.
Como si los astros se conjuraran para marcar la jornada, en el edificio Simeón, el centro cultural de la Diputación (al que Baltar ha prohibido recientemente atribuirle 33 porteros: asegura ahora que "solo hay 19") se proyectaba a última hora de la tarde la segunda parte de la película El Padrino, de Coppola.
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