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Columna
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Camps y los visitadores

Hace unos días, uno de esos tertulianos televisivos de derecha de la cadena Cuatro vino a decir sobre el asunto Camps que al fin y al cabo no estaba demostrado que el ex supiera exactamente con quién trataba al llegar a ciertos acuerdos y mantener ciertas relaciones, algunas de ellas grabadas, con el tal El Bigotes y otros tipos de sus prendas, sugiriendo de manera implícita que lo mismo fue engañado por las malas artes de un embaucador desconocido. Señalaba así, de manera indirecta y no precisamente a favor de su argumentación, un hecho que nunca ha sido suficientemente explicado. Se ha repetido muchas veces que en 2004 Mariano Rajoy expulsó de su corte a unos cuantos chorizos, buena parte de los cuales asistieron como invitados de gala y disfrazados de frac como si fueran camareros de postín a la boda de la hija de Josemari Aznar con Alejandro Ag!ag!, loado sea, y que a partir de entonces o bien sugirió a la pandilla de facinerosos que se instalaran en nuestra comunidad como nueva tierra de promisión o bien que siguieran haciendo de las suyas, pero no ya en Madrid. La pregunta -tonta- es si Camps y los suyos sabían con quién trataban, es decir, si la indicación de que les dieran cuerda venía de la sede del PP en Madrid o si Camps y otros les dieron juego porque sabían muy bien de dónde venían y para qué. Aquí el misterio es dilucidar si Rajoy actuó en conciencia (que sigan con sus trapicheos, pero en Valencia, que tampoco me vendría nada mal, por aquello del granero de votos), o con la inconsecuencia interesada del pasotismo que sabe, a poco que se lo proponga, lo que va a ocurrir. Y entonces nos encontramos con la inquietante pregunta de quién hundió a Francisco Camps.

Y lo que iba a ocurrir sucedió exactamente como estaba más o menos planeado: que nuestro querido expresidente cayó como un principiante en una partida trucada de póquer en la que quizás ni sabía lo que se jugaba. ¿Herencia del listo Eduardo Zaplana? O tal vez solo dejarle hacer para ver hasta qué punto de no retorno llegaba su insuficiencia. Lo cierto es que a la vista (a la escucha, más bien) de las conversaciones grabadas, llama la atención esa desvergüenza tabernaria de los amiguitos del alma, de los que te quiero un huevo, de los que tenemos que hablar de lo nuestro que es muy bonito y de otras expresiones de adolescente mafioso en las que, pese a todo, cuesta creer que Rajoy se hubiera prestado alguna vez a participar como interlocutor. ¿Alguien tenía algún interés en hundir a Camps en la miseria y sabía cómo hacerlo? No es una visión conspirativa de los hechos, sino un apunte sobre la estupidez intermitente de algunos políticos. Como es natural, ahora Camps reclama el apoyo de sus conciudadanos para ser absuelto, unos conciudadanos inermes a la mayoría de los cuales ha hundido en una miseria desconocida desde la posguerra.

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