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EXTRAVÍOS
Columna
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Adolescencia

"Es extraño que el recuerdo de la adolescencia acabe siendo tan sombrío", escribe Yukio Mishima (Tokio, 1925- 1970) en el libro Los sables (Alianza), una selección de siete cuentos recién traducidos al castellano y hasta ahora inéditos en nuestra lengua. A indagar sobre la naturaleza trágica de este momento crítico de cambio vital, el del paso de la infancia a la edad adulta, dedica Yukio Mishima seis de los siete cuentos compilados, pero, a diferencia de lo que se afirma sobre la adolescencia como momento de turbación hormonal, el escritor japonés la considera como el punto vital álgido de pureza, a partir de la cual todo se despeña.

Es cierto que para este esteticista radical esa pureza del adolescente contiene no poco de perversión, porque refleja un estado de alerta consciente asomándose, aún sin caer, al abismo del indeclinable compromiso que supone hacerse mayor, el arte de sobrevivir mediante mentiras, como así lo deja entrever en el último y cronológicamente más tardío cuento de esta antología, el titulado Peregrinos a Kumano, donde se narra la vejez de un poeta y profesor, Fujimiya, que decide reinventarse su propia historia como adolescente para dar sentido a una existencia que languidece entre refinados versos sin pulso.

Etimológicamente, el término adolescente procede del verbo latino adolesco, que significa "crecer" y "humear" o "arder", con lo que ser "adulto", que es el participio pretérito de este mismo verbo, habría que interpretarlo como un fuego ya consumido, meras cenizas. Habiéndose suicidado de la forma espectacular ya conocida a los 45 años, es obvio que Yukio Mishima vivió y escribió lo justo para evocar la adolescencia, cuyo fuego, según él, ensombrece el resto de nuestra vida.

Desde luego, no se puede concebir una hipótesis más desalentadora, aunque darnos ánimo no sea la misión principal de un poeta, que es lo que fue primordialmente Mishima, aunque no escribiera demasiados versos. En realidad, donde mejor se aprecia la cualidad poética en prosa es a través de los cuentos, porque su autor solo alcanza la perfección en la medida en que ha de comprimirlo todo, como precisamente afronta la vida un adolescente, que abarca el panorama completo sin todavía coger o escoger nada.

Paradójicamente, no creo que haya habido nadie que amase la vida con tanta locura y desprendimiento como el suicida Yukio Mishima, el adolescente que se negó a dejar de crecer y, por tanto, a consumirse. Semejante desafío convirtió su existencia, por lo demás, en una sucesión de paradojas, entre las que la restauración del mítico Japón histórico, el de un país aún no corrompido por el progreso, con todos sus valores de vigor y belleza épicos masculinos restablecidos (una gigantesca tarea titánica que se autoimpuso sobre sus frágiles hombros de adolescente enfermizo y homosexual) no fue la menor. En todo caso, este trasfondo paradójico es la yesca que prende con una llama poética cada una de sus imágenes y metáforas, de estremecedora hermosura.

Sea como sea, nosotros, por nuestra parte, invirtiendo el paradójico designio de Yukio Mishima, aparentamos, con todos los resabios del adulto, ser adolescentes, lo cual nos convierte en criaturas patéticas, y, a nuestro arte, cada vez más un producto en vez de una obra, en un montón de cenizas.

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