Escocia y nosotros
Años antes de que lo hiciera el primer ministro británico, David Cameron, John Major, que lo fue entre 1990 y 1997, planteó a los nacionalistas escoceses que si querían ser independientes convocaran un referéndum decisorio, con todas las consecuencias; y les advirtió de que en ningún caso entraría en una dinámica de concesiones crecientes cuyo desenlace fuera de todas formas la independencia.
Tras la reforma territorial de Blair, desde 1999 hay un Parlamento escocés que elige un Gobierno con amplias competencias. En las elecciones de 2007, el Partido Nacional Escocés (SNP), que llevaba en su programa el compromiso de convocar un referéndum por la independencia, fue el más votado. Formó Gobierno en minoría con el apoyo de los Verdes, pero tuvo que renunciar al referéndum al negarse a tramitarlo la mayoría de la Cámara.
Los nacionalismos de motivación económica han vuelto la vista hacia el concierto vasco
Ese resultado vino a relativizar el auge del independentismo que habían augurado algunos entusiastas. Las encuestas habían llegado a identificar un porcentaje de independentistas próximo al 50%. Pero si la pregunta se planteaba ofreciendo varias fórmulas (centralismo, autonomía, independencia), esta última bajaba a la mitad.
La respuesta del líder nacionalista, Alex Salmond, fue reformular su propuesta: aunque consideraba que la independencia era la mejor opción, admitía que había otras y proponía abrir un debate sobre las diversas alternativas en términos de coste-beneficio, a cuya conclusión se convocaría una consulta para que los ciudadanos decidieran entre tres posibilidades: mantenimiento del statu quo, aumento de las competencias, independencia.
Ocurrió que en las siguientes elecciones, celebradas en mayo de 2011, el SNP obtuvo la mayoría absoluta, lo que en principio le daba oportunidad de convocar el referéndum independentista. Pero ha mantenido su fórmula de la triple opción, seguramente con la esperanza de que resultara mayoritaria la intermedia, una autonomía reforzada, cuya principal novedad es que incluiría un sistema de recaudación fiscal totalmente autónomo, similar al de los conciertos de los territorios forales españoles.
Michael Keating, autor de Naciones contra el Estado (Ariel, 1996), obra en la que compara los nacionalismos catalán, quebequés y escocés, fue uno de los primeros académicos en atisbar la aparición de nacionalismos soberanistas de motivación primordialmente económica. Su versión más extrema sería la Liga Norte de Umberto Bossi, pero hace algún tiempo que el nacionalismo catalán camina por una senda parecida, y también el escocés. Ambos han acabado fijando su mirada en los conciertos económicos vascos.
Desde fines de los años 90, Keating viaja con frecuencia a Euskadi y en 2003 publicó un estudio (favorable) sobre los planteamientos soberanistas de Ibarretxe. Se interesó especialmente por la traslación a la política del modelo fiscal: recaudación de todos los impuestos y pago de una cuota a la Hacienda central como contribución a sufragar las competencias que siguen siendo del Estado: Ejército, Asuntos Exteriores, Corona, fronteras...
Una fórmula con evidente atractivo para los nacionalistas escoceses porque ofrece las ventajas de la independencia sin sus cargas. Salmond plantea ahora mantener el vínculo con Londres en temas como moneda, Defensa, Monarquía, etc. y ser independientes para gestionar todos los ingresos tributarios generados en Escocia, incluyendo los procedentes del petróleo del mar del Norte. El argumento es que ello permitiría combatir la crisis mediante mayores inversiones públicas sobre el terreno. Pero es un sistema de riesgo: favorable si hay crecimiento, pero sin vías alternativas de ingresos si la economía va mal. Actualmente, los escoceses reciben más fondos per cápita que los ingleses.
El planteamiento de Salmond tiene a favor la voluntad de encontrar una fórmula capaz de suscitar un amplio consenso interno, y en contra, que desata una dinámica perversa que impide el consenso externo: con el Estado. Justamente lo que quería evitar John Major al negarse a entrar en el juego de tratar de bajar la fiebre independentista con concesiones crecientes. Esa parece ser la razón de fondo de la actitud actual de Cameron, con independencia de la discusión entre Londres y Edimburgo sobre la fecha del referéndum y la competencia para convocarlo.
Al exigir que sea vinculante y se limite a plantear la alternativa de sí o no a la independencia, trata, por una parte, de evitar un voto independentista frívolo, por fastidiar, pensando que no tendrá consecuencias; y, por otra, de no caer en la trampa que acecha a todo proceso descentralizador: que a más autonomía, más condiciones para reclamar la independencia como el paso siguiente.
Aquí hay bastante experiencia al respecto, y también de esa otra ley de hierro de la autonomía según la cual los asuntos de intereses pasan a convertirse en cuestión de principios para denunciar con dramatismo la ruptura del consenso constitucional por parte del Estado cada vez que contradice aspiraciones como la de limitar la contribución a la solidaridad territorial.
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