Un cuarto para Moreno Villa
No todo el mundo sabe con tanta claridad lo que le pide a la vida como lo supo José Moreno Villa. Casi nadie se conforma con desear tan poco, o se da cuenta de todo lo que puede caber en la máxima simplicidad de un deseo. Lo que deseaba Moreno Villa era tener un cuarto, una habitación propia como la de Virginia Woolf, una habitación en la que saber quedarse en calma, como hubiera querido Pascal, un reino confinado pero también abierto al mundo exterior, como la torre del castillo en la que Montaigne instaló su escritorio y su biblioteca al retirarse tempranamente de las obligaciones públicas. En México, en 1939, cuando su vida de desterrado empezaba a encontrar cierto orden, y cuando ya sabía que probablemente no regresaría a España, Moreno Villa escribió un breve boceto autobiográfico en el que ya estaba la semilla inconsciente del gran libro de memorias que emprendería unos años después: se titula, con esa austeridad tan suya, Busca del cuarto deseado, y es el relato de una vida a través de las habitaciones en las que se ha ido sucediendo.
Toda su biografía se resume en una modesta aspiración y una búsqueda, ese cuarto deseado en el que hacer las cosas que le gustan
De vuelta a España, encontró el cuarto perfecto, el que le ofreció Alberto Jiménez Fraud en la Residencia de Estudiantes
Se nota, en la liviandad del estilo, que Moreno Villa se sentó a escribir y descubrió en ese trance un motivo fundamental en el que hasta entonces no había reparado. Más que contar lo que ya sabe y lo que tiene previsto referir da cuenta de su propio asombro. En el exilio de México, con cincuenta y dos años, con la vida más en suspenso que nunca, justo en el tiempo en que la República española había sido derrotada, en el preludio de la otra gran guerra inevitable de Europa, José Moreno Villa comprende que toda su biografía se resume en una modesta aspiración y una búsqueda, ese cuarto deseado en el que hacer las cosas que le gustan, escribir y pintar, tener mucho tiempo por delante, encontrarse gustosamente solo pero no aislado, contemplativo pero no monacal, holgazán y atareado a la vez. El cuarto es una galería de recuerdos y un proyecto de vida. Es el cuarto que tuvo de niño en su casa de Málaga, que se llenaba por la mañana de sol y era muy pronto invadido por el trajín de las criadas y de la familia, robándole aquello mismo que le prometía, soledad y quietud. Era un cuarto real y el presagio de un cuarto que fuera exclusivamente suyo: "Yo quería hacer de mi cuarto un refugio donde, reinando el orden, pudiese abrir o extender mis planes, mis creaciones juveniles, sin que mis hermanos me revolviesen nada, sin que la vida exterior penetrase en la vida que yo iba forjando dentro de mí".
El sedentario vocacional que era Moreno Villa se marchó de Málaga y ya solo tuvo cuartos provisionales, réplicas inexactas del cuarto abandonado y borradores sucesivos del cuarto definitivo que acabaría encontrando. De sus años como estudiante de química en Alemania lo que mejor recordaba era los cuartos de alquiler de los que acababa mudándose al cabo de poco tiempo. En uno de ellos, en Friburgo, leyó a Baudelaire con la obsesión insalubre de los veinte años y escribió malos versos de una negrura no inspirada por Las flores del mal sino por la estrechura y la falta de luz que entristecían el cuarto. Descubriría que hay que tener mucho cuidado con las habitaciones en las que se vive, porque pueden empujarlo a uno al extravío de sí mismo, envolverlo y sumirlo en un maleficio que irradia de las paredes y los rincones, que alienta entre las motas de borra bajo la cama y en el interior de los armarios.
De vuelta a España, instalado en Madrid, en el Madrid pobre y radiante de la edad de plata, José Moreno Villa no consiguió gran cosa, aparte de una plaza de funcionario de Archivos y de una notoriedad escasa como poeta, pero al menos encontró el cuarto que había buscado siempre, el cuarto deseado, el cuarto perfecto, el que le ofreció Alberto Jiménez Fraud en la Residencia de Estudiantes. Moreno Villa es uno de los maestros de la prosa memorial en español, por su naturalidad y su franqueza, por el modo en que equilibra la introspección y la crónica, con ese talento del memorialista para observar tan agudamente la propia intimidad como el tiempo y el mundo. Pero entre todo lo mucho y excelente que escribió, lo que se encuentra ahora junto por primera vez en este volumen titulado Memoria que ha editado Juan Pérez de Ayala para la Residencia, quizás las páginas mejores son las que dedica a su cuarto, en el que pasó más tiempo que en casi ningún otro, casi veinte años.
Llegó en 1917 y se marchó en noviembre de 1936. Se instaló en la Residencia con una idea vaga de colaboración en un proyecto ilustrado y quimérico -congregar a las mejores inteligencias del país para que se formaran con libertad y rigor y contribuyeran luego a hacerlo más civilizado, más sólido y más justo- y el paso de los años le dio un sentimiento de arraigo no incompatible con una grata y a veces desconcertada provisionalidad. Tenía en el cuarto sus papeles, sus libros, sus materiales de pintura: también sus maletas. Tenía una ventana que daba al poniente de Madrid y desde la galería de la Residencia podía ver la ciudad entera y la Sierra del Guadarrama. Tanto como trabajar muchas horas a solas le gustaba que los amigos le invadieran el cuarto. A una distancia de pasos estaba el salón de actos donde García Lorca o Falla o Stravinski tocaban el piano y donde Paul Valéry o Eric Mendelsohn o Howard Carter o Madame Curie o Albert Einstein daban conferencias. Muchas personas descubren el valor de lo que fue cotidiano solo después de haberlo perdido. Moreno Villa tuvo el raro don de apreciar las cosas mientras sucedían. Probablemente esa conciencia tan lúcida lo fortaleció cuando llegó el tiempo de perderlo todo, empezando por el cuarto. Pocos han contado como él la intemperie de la guerra: "Me sentía nadie, o mejor dicho, una pluma zarandeada por el huracán. Una cosa insignificante a la cual empujaban y metían acá y allá unos hombres con fusiles que habían disparado sobre personas inermes y podían disparar sobre uno a la menor falta de tacto".
Encontró otro cuarto, en México. Cuando hacía esas anotaciones de 1939 estaba a punto de casarse con esa mujer joven y muy morena que sonríe junto a él en las fotos de entonces, resaltando por comparación su pelo blanco y su formalidad de andaluz serio. En ocasiones anteriores el cuarto deseado y el amor habían sido incompatibles. Solo ahora, en otro país, después de la calamidad de la guerra, descubría que era posible disfrutar a la vez un regalo y el otro. En el destierro encontraba su sitio: "Tengo la impresión de haber dicho: 'éste es mi cuarto, el cuarto que yo quería y deseaba para refugio, reposo y trabajo, entrad en él'. Tengo la impresión de haber cedido ante la vida y de que mi soledad se quedó en la existencia anterior, en la europea".
Memoria. José Moreno Villa. Edición de Juan Pérez de Ayala. Residencia de Estudiantes. Madrid, 2011. 752 páginas. 132 ilustraciones. 29 euros. antoniomuñozmolina.es
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