Palet, Palau y Picasso
Estuve el otro día en la presentación del cuarto volumen de la biografía de Picasso, Del Minotauro a Guernica 1927-1939, que Palau i Fabre no pudo concluir, aunque dejó el texto terminado y preparado, y que ha editado Julià Guillamon, una elección muy acertada ya que éste le visitó muchas veces en su casa de la calle Bruc trabajando mucho y durante mucho tiempo, y supongo que disfrutando todavía más. La sala estaba llena. Era el último acto de Pepe Serra como director del museo, y por cierto que no es una mala manera de despedirse. Roberta Bosco informaba de la efeméride el otro día en estas páginas.
El libro, en torno a la relación con Marie-Thérèse Walter, es impresionante de conocimientos precisos y detallados, de erudición, ya lo supondrán quienes hayan manejado alguno de los tres volúmenes precedentes. Y que incluso después de muerto siga Palau levantando monumentos a Picasso no hace más que confirmar la fuerza de la voluntad de aquel hombre. ¡Qué personalidad tan singular y admirable! Desconozco los Poemas del alquimista, su poesía. Me asombra el fenómeno humano, la pasión tan ardiente que ponía en su devoción, algo desmedido, quijotesco. Tardíamente descubrí a ese señor tan singular y febril y aún alcancé a conocerle y saludarle, en septiembre del año 2006, cuando él ya iba en silla de ruedas, en la sede de su fundación en Caldes d'Estrac, una tarde de lluvia cerrada. Aquella tarde se inauguraba en la fundación la primera retrospectiva de un pintor que fue amigo de Palau: Joan Palet. Se conocieron en la Barcelona mortecina de los años cuarenta, se sentían ambos ahogados aquí y compartían el sueño de irse a vivir a París. Palau se fue, y Palet se quedó. La hija de éste, Olga, dirige una productora de vídeos, y rodó un espléndido documental sobre Palau que se emitió algunas veces por la televisión, y también fue la comisaria de la retrospectiva de su padre. Palau una vez se instaló en París le escribía a su amigo Palet invitándole a dar el salto, a cruzar la frontera, e incluso se responsabilizaba de encontrarle galerista, clientes y trabajo, como ya estaba haciendo con otros pintores catalanes. Palet hizo un vago intento, pero luego se apocó, quizá no quería o no se atrevía a arriesgarse a la vida de bohemia, y hambre, que ya habían vivido tanto Palau como, décadas antes, su ídolo Picasso. Palet vivió siempre en Barcelona. "Fue un artista que vivió voluntariamente en la sombra", dijo Olga. Palau hizo un elogio de su pintura y un breve retrato del amigo, como correspondía a la ocasión: "Vi en él en seguida a un gran artista, aunque la evolución de la vida no haya confirmado, aparentemente, aquel presentimiento mío. Pero sigo admirando con las mismas delectaciones de entonces sus dibujos y no dudo que con el tiempo le situarán en el sitio que le corresponde". Tanto por Joan Palet como por Josep Palau, esas palabras se han quedado grabadas en mi incierta memoria, y en general toda aquella tarde lluviosa; recuerdo que en la cantina de la estación se apretaban unos cuantos hombres oscuros, bebiendo licor. En el pueblo todo me parecía sombrío y todo chorreaba, los plátanos, los toldos, y en los interiores había una atmósfera entelada de novela de Maigret...
El año pasado estuve frecuentando la biblioteca del museo de Barcelona y allí consulté muchos libros sobre Picasso, y entre ellos, claro está, algunos de los que le dedicó Palau; releí entonces Estimat Picasso, que tengo por una joya de la literatura, de la psicología, y una historia de amor tremenda. Es claro que los cuatro volúmenes de la biografía son académicamente un logro muy superior, y una provechosa herramienta para disfrutar más de la pintura del malagueño y de la pintura en general, pero a mí me impresiona aún más esa tremenda historia de obsesión amorosa que es Estimat Picasso. Siguiendo un orden cronológico, explica Palau su acercamiento al admirado pintor, los primeros y casi casuales encuentros con él en París, y luego los reencuentros en su mansión de la Costa Azul, La Californie, creo, adonde iba en trabajosa peregrinación. Asistimos a sus calculadas maniobras aproximativas al objeto de su veneración: cómo estudia los horarios, las horas de tensión que pasa la víspera de cada encuentro, en el hotel, repasando la lista de preguntas que lleva para planteárselas a la mañana siguiente; la ascensión lenta hacia la casa; la actitud reverencial pero no lacayuna que debe adoptar para hacerse aceptar en la corte de aquel rey Midas, y para no resultar, pese a tantas visitas y tantas preguntas, un incordio, un pelma; o los esfuerzos que tenía que hacer cuando su dios, en agradecimiento a algún libro, le prometía un dibujo, para, pese a la tremenda ilusión de poseerlo, no recordarle la promesa, que a veces, ay, quedaba incumplida. En cierta ocasión, mientras conoce en el pueblo a una joven que le parece atractiva y encantadora, y ella se le ofrece, pero... tiene que dejarla plantada porque Picasso ha decidido adelantar la hora de su encuentro.
Como a menudo pasa con las historias de amor, ésta acaba mal; Palau lo achaca a los celos de Jacqueline. Un día, sin que tercien explicaciones, las puertas de la casa quedan cerradas para él. Ese libro es una carta de amor conmovedora y a ratos grotesca, pero no ridícula, pues como dijo Pessoa sólo son ridículos los que nunca han escrito cartas de amor ridículas...
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