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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Sonata de espectros (poco navideños)

De las tres abstracciones que invocó Cristina Fernández de Kirchner en el juramento de su segundo mandato presidencial ("... si así no lo hiciera, que Dios, la patria y él me lo demanden"; cursiva mía), la más enigmática me resulta ese "él" cuyo referente, sin embargo, todo el mundo parece tener claro. De la primera -Dios-, lo más exacto que podemos decir a estas alturas de nuestro siglo, a la vez descreído y fundamentalista, es que sigue siendo el camino más corto entre el cero y el infinito, como descubrió hace cien años el doctor Faustroll, criatura póstuma de Jarry. La patria -o, quizás, la Patria- ha sido históricamente demasiadas cosas como para que, quien más, quien menos, no se haya hecho ya una idea: para unos es un cacho de tierra o de trapo por los que matar y morir; para otros, "la patria son mis hermanos / que están labrando la tierra" (Chicho Sánchez Ferlosio); hay quien porfía en que la patria es la infancia, y de ella extrae todo lo que precisa; y para mí, sin ir más lejos, es este exiguo sillón de orejas en el que aguardo con aprensión el día en que Standard & Poor's rebaje mi solvencia y me hunda en la miseria. Pero, más allá de las obscenas contingencias personales, lo que me preocupa es ese "él" de Cristina Fernández, de cuyos frondosos labios no puedo apartar la mirada. Ya sé que la mayoría da por descontado que se refería a su difunto marido, pero a mí me ha dado por pensar que en dicho pronombre personal sin antecedente explícito podrían esconderse otros varones (blancos) muertos. Ayer, por ejemplo, me desperté pensando que quizás la dama líder se refiriera a Borges: convendrán conmigo en que tendría su punto que la neopopulista presidenta hubiera conjurado, sin nombrarlo, al docto cronista de la (también) viuda Ching, celebérrima pirata prerromántica retratada en la Historia universal de la infamia. Otras veces estoy seguro de que el "él" cobija religiosamente al mismísimo Juan Domingo Perón, ese fantasma que aún ronda la política argentina y al que Franco -nuestro walking dead nacional- dedicó una arteria madrileña cuyo nombre debería ser sustituido sin tardanza por el de Avenida de los escritores argentinos (que, al fin y al cabo, nos han dado muchas más satisfacciones que el célebre justicialista y manco post mortem: por cierto, un día soñé que sus manos macabramente cercenadas y desaparecidas estaban reenterradas en el Valle de los Caídos, muy cerca de su amigo español). Pero la hipótesis más literaria es que "él" aluda a un espectro sólo conocido por la invocante, un espíritu ominoso como el que alentaba en la casa Grady, ese lugar tenebroso que preside Mas allá del espejo, una antigua (de 2004) novela corta de John Connolly que acaba de publicar Tusquets. A propósito, en las últimas dos semanas, y aprovechando puentes larguísimos y convalecencias varias, he terminado, además de la citada, otras tres novelas más o menos negras: Niebla roja, de Patricia Cornwell, que me resultó inferior a otras historias protagonizadas por Kay Scarpetta (quizás debido a que su autora se apresuró a terminarla para poder optar al sustancioso premio que le concedió RBA); La juguetería errante, de Edmund Crispin (Impedimenta), una novela de 1946 que aguanta peor el paso del tiempo que las de John Dickson Carr, su modelo más evidente; y, por último, la estupenda El Ejército Furioso, de Fred Vargas (Siruela), un enigma macabro protagonizado, por cierto, por muertos vivientes (a caballo), que terminará desentrañando el atrabiliario comisario Adamsberg. Si alguno alguna vez me preguntara (permítanme el homenaje a Cernuda) que le aconsejara cuál de esas novelas debería leer si sólo tuviera tiempo para una, la última, le diría, es la única de las cuatro que no hubiera querido que se acabara nunca. No sé si con tanto espectro (y tan poco navideño) he conseguido explicarme con claridad.

Cuentitis

Si frecuentan las librerías (una costumbre la mar de sana) ya lo habrán notado: esta es una Navidad de cuento. Parece como si los editores españoles, en su búsqueda continua de huecos en el mercado, se hubieran puesto de acuerdo para inundar las librerías de relatos. No me refiero a libros de cuentos inéditos de importantes autores vivos, como El libro de las horas contadas, de José María Merino (Alfaguara); ni tampoco antologías temáticas o temporales de autores variados, como el previsible Vampiros (edición de Rosa Samper y Óscar Sáenz, Mondadori). Ahora lo que se lleva son los volúmenes (cuanto más gruesos, mejor) que pretenden reunir "todos" los cuentos de tal o cual autor. Sé que si intento citarlos todos me voy dejar muchos en el tintero, pero ahí van algunos de los últimos que han llegado a las mesas de novedades: los Articuentos completos de J. J. Millás (Seix Barral, 27 euros), Lo más extraño, que reúne todos los relatos de Manuel Rivas (Alfaguara, 22 euros), los Cuentos Completos (en 2 tomos) de Guy de Maupassant (Páginas de Espuma, 94 euros), los Cuentos completos de Bashevis Singer (RBA, 27 euros), los Relatos completos de Von Kleist (Acantilado, 25 euros), los Cuentos para un año (en 3 tomos) de Pirandello (Nórdica, 59,50 euros), las Narraciones (1892-1924) de Maksim Gorki (Alba, 27 euros). Como ven, predominan (por razones obvias) libros de autores cuyas obras ya están en derecho público, de ahí que no se entienda el elevado precio de alguno. Lo más extraño del fenómeno cuentista "completo" es que se produce en un momento en el que también se han lanzado multitud de libritos de escasas páginas y en formato menor con relatos de autores clásicos y contemporáneos. Lo que les decía: los editores están a por todas. Veremos si están para muchos cuentos cuando les lleguen (¡y cómo!) las devoluciones de enero.

Guerra

Las mesas de novedades de las buenas librerías proporcionan una oblicua instantánea, aunque sea parcial y efímera, de las ansiedades y preocupaciones de la gente. Las modas editoriales no surgen así como así: uno de los requisitos imprescindibles del buen editor es disponer de un olfato capaz de captar el aire del tiempo y de adelantarse a la demanda de los lectores. Abundan estos meses los libros acerca de la Segunda Guerra Mundial, lo que también quiere decir algo. De entre los que me han parecido mejores les he seleccionado tres que tienen que ver no tanto con los aspectos militares o estratégicos cuanto con el sufrimiento, las reacciones o las respuestas de las poblaciones civiles: Combate moral, de Michael Burleigh (Taurus), subtitulado 'Una historia de la Segunda Guerra Mundial'; Se desataron todos los infiernos, de Max Hastings (Crítica), que hace particular hincapié en los testimonios "de los de abajo" (víctimas y verdugos), y Tierras de sangre, de Timothy Snyder (Galaxia Gutenberg), una crónica estremecedora y terrible acerca de los más de catorce millones de civiles asesinados (a menudo dejándoles morir de hambre) en la parte de Europa controlada por Hitler y Stalin entre 1933 y 1945.

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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