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Columna
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Retorno al pasado

Sucede que muchas veces en los últimos años se tiene la impresión de que sería conveniente olvidar de una vez tiempos más alegres, esos tiempos como de victoria después del franquismo con su cortejos de agradables impresiones que unas veces se cumplieron y otras no, como dejando en suspenso expectativas que parecían condenadas a cumplirse como si la memoria, ese puñal a veces inesperado, reservara su constancia para los momentos felices desdeñando caprichosamente las contrariedades, hasta que ella misma, con todos sus poderes, comienza a vacilar porque las seguridades que le gustaba pregonar se han desvanecido, que poco a poco pasa a convertirse en una especie de vasos comunicantes de laboratorio donde el balance jamás está asegurado y asoma el temor de que en el fondo el recuerdo es rencoroso por su siniestra capacidad de amoldarse al presente, de la misma manera que después se amoldará a otra sucesión de instantes como si ya no temiera nada de lo que ahora mismo está ocurriendo y como si nada importara ya los trenes que cogió ni los que desdeñó, los lugares frecuentados o aquéllos a los que prefería no acercarse, ya sea por desprecio o ignorancia, por desidia o por atribuir ventajas exageradas al lugar que entonces te acogía, o quizás debido a que siempre parece cierto que la movilidad del presente cambia más deprisa que la certidumbre de protagonizarlo, como si fuera un propósito a alcanzar y no el instante preciso, o la sucesión de instantes a veces de apariencia interminable que jamás habrán de repetirse, más allá de la rutina aparente o de los objetivos más joviales, enternecedores o suscritos por el estremecimiento de la voluntad canallesca, en una corriente de acontecimientos que rara vez es posible mejorar, si es que resulta posible intervenir en ellos o proceden mediante un azar de acomodos ante una situación de agobio muy extendida en la que se querría no estar, no participar, no haber tenido jamás ningún contacto con ese desagrado pringoso donde la vida se disfraza de desventura y, sin embargo, se sigue frecuentando a los amigos, citándose para comer o para acudir a ver un espectáculo o para quedarse de pronto en silencio perpetuando la ausencia en un decorado repleto de movimientos ajenos y como domésticos que de pronto son extraños, como dotados de un sentido inalcanzable, como invitados a un suceso razonable que de pronto se convierte en simulacro que horada zanjas insalvables que antes (pero ¿cuándo?) se saltaban a salvo de todo esfuerzo y sin rastro de una melancolía quizás diurna como los restos de carmín desdibujados después de un encuentro amoroso algo fugaz e inesperado, como si persistieran los hábitos sin el soporte de la función que los sustentaba, como una estéril repetición de la figura del niño en el cine que se apresura a salir en cuanto termina la película para evitar que cierren las puertas creyendo que ya no queda nadie.

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