En la muerte de Manuel de la Concha
Manolo de la Concha nos ha dejado. Para muchos, un hombre brillante y triunfador envuelto en un asunto de tráfico de influencias; para algunos, para los que le conocimos, un hombre inteligente, bueno (en el buen sentido machadiano) y, singularmente, una combinación irrepetible y genuina de exquisitez en la forma y de convicciones en el fondo; de convicciones liberales y humanistas de las que nunca se arrepintió y a las que nunca traicionó. Pero por encima de todo, Manolo quedará en nuestro recuerdo como la encarnación y el modelo de la vieja lección de Kipling: "Si tropiezas en el triunfo y llega la derrota y a los dos impostores los tratas de igual modo (...) todo lo de esta Tierra será de tu dominio y mucho más aún, serás Hombre, hijo mío".
En una época, en efecto, De la Concha fue la personificación del triunfo: su casa -mejor, la de María Isabel Falabella- era el centro de reunión del llamado "todo Madrid"; brillante agente de cambio y bolsa, síndico de la de Madrid y después exitoso y envidiado profesional. Le conocí impartiendo una lección en la Universidad Menéndez Pelayo en Santander. A la brillantez al exponer sus conocimientos unía una naturalidad poco común, una humildad de quien se considera igual que cualquiera, ni más ni menos.
Cuando le alcanzó la derrota jurídica y la más feroz, la mediática, que aún hoy continúa, no se le oyó una palabra de queja; defendió, eso sí, con todas sus energías su inocencia, en la que creía profundamente, y esa creencia nos alcanzó a muchos, especialmente cuando vimos los atropellos, abusos y excesos de los que fue víctima. Repito, ni una palabra de queja. A todo ello se sobrepuso "sin decir nada a nadie ni de lo que es, ni de lo que era" y siguió, privado de ejercer su profesión, interesándose por los más diversos asuntos (nunca dejó la Economía), demostrando una curiosidad insaciable; tampoco abandonó su hospitalidad y siguió acogiendo a los que nos acercábamos por su casa con el mismo cariño y afecto de siempre.
En los últimos años Manolo siguió siendo ejemplo vivo de esa resistencia en el guante de seda que siempre le caracterizó; mostrándonos su interés por todo, especialmente por el futuro, personificado en su hijo Martín, por quien mostró los desvelos de que un padre es capaz. Con una infinita templanza soportó su larga enfermedad; como se dijo en su misa corpore insepulto repitiendo los inolvidables versos de Jorge Manrique: "Dejonos harto consuelo su memoria". Descanse en paz.
Eduardo Serra fue ministro de Defensa (1996-2000).
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