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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

La escena temida

Manuel Rodríguez Rivero

Quien más, quien menos, todos sabemos que nuestra escena temida acabará sucediendo. A menudo los sueños la anticipan, por eso los psicoanalistas consideran su afloramiento onírico como una especie de "camino regio" del inconsciente. El narrador en primera persona (posiblemente un campesino boloñés) de Bella ciao, la hermosa canción partisana, se despierta una mañana y se encuentra rodeado de invasores (una mattina mi son svegliato / e ho trovato l'invasor) que arruinan la tranquilidad de su entorno y estropean el paisaje. Winston Smith (Orwell, 1984), el malcontento funcionario del partido, teme a las ratas, lo que aprovecha O'Brien, su torturador, para "reeducarle", consiguiendo que, en uno de los exabruptos de terror más desgarradores de la novela del siglo XX, llegue a condenar a su amante ("¡házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! ¡No me importa lo que le hagas a ella. Desgárrale la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no!"). A mí también me aterrorizan las ratas y, para colmo, la tarde anterior había estado sumergido en la web de una empresa gallega (xaraleira.com), dedicada a la producción y cría de roedores de diversa índole (de ratas comunes a hámsteres) destinados a servir de mascotas, de cobayas o de alimento (congelado o vivo) para reptiles o aves rapaces en cautividad: un negocio con futuro, teniendo en cuenta nuestro Zeitgeist. La gran noche electoral, el johnnie walker y una cena abundante hicieron el resto para que aflorara mi escena temida. De modo que me desperté de madrugada, bañado en sudor helado, y aterrorizado por una viscosa pesadilla que paso a relatarles. Soñé que había escuchado un persistente y sordo fragor procedente del salón. Por eso me levanté de la cama, me dirigí hacia allí y comprobé extrañado que la puerta, sobre la que estaba adosado el número 101 (el mismo que ostentaba la siniestra habitación en que fue torturado Winston Smith), estaba cerrada. El ruido aumentaba, por lo que la abrí al tiempo que accionaba el interruptor de la luz. El espectáculo me dejó anonadado: mi biblioteca, mis mesas, mi sillón de orejas, mis cuadernos de notas, la tele que había estado mirando la noche anterior, se habían convertido en pasto de multitud de roedores (creo que llegué a contar hasta 186) que devoraban con fruición todo lo que encontraban. De repente, una enorme rata Benning (a la que había conocido en la página citada), que se estaba cebando con las tripas de El prisionero del cielo (Planeta), la última novela de Ruiz Zafón, se percató de mi presencia y emitiendo un horrísono chillido de naturaleza indescriptible, saltó sobre mí. Fue entonces, cuando mi buena estrella (o quizá una benévola Providencia) se apiadó de un servidor, propiciando que me despertara mi propio grito de terror. Mientras me hacía efecto el Lexatin de tres miligramos, me di cuenta -lo que son los sueños- de que los números que componen "101" son los mismos que los de "110". 186 y 110: menudo lío me he hecho con los escaños.

Elogios

Encesté la novela de Ruiz Zafón después de unas setenta páginas. Entiéndanme: no es que me pareciera horrenda o vomitiva, nada de eso (lo juro), pero de repente caí en que tenía esperando otras cosas que me interesaban más. En todo caso, las primeras ocho páginas, antes de las portadas y de la de derechos, contienen varias docenas de frases elogiosas dedicadas al autor y a su obra. Me extrañó: normalmente esos paratextos se reservan para la cubierta o la faja, de modo que no he podido evitar pensar que la inclusión de la catarata de piropos en el cuerpo del libro pudiera responder a cierta inseguridad de sus editores, como si quisieran enfatizar que nos venden no sólo best seller, sino también acrisolada calidad literaria (dos conceptos que, en todo caso, no tienen por qué ser incompatibles). Y, de hecho, mis amigos libreros me cuentan que El prisionero del cielo no ha despegado (aún) con la apabullante ferocidad y prontitud con que lo hicieron las entregas anteriores, algo preocupante si se tiene en cuenta que la muy publicitada tirada inicial ha sido de un millón de ejemplares. Tal vez la gente esté esperando a que se aproximen las entrañables fiestas para hacer el gasto ("aquel año a la Navidad le dio por amanecer todos los días de plomo y escarcha", reza el incipit escasamente proustiano de la novela). El que quizás ya no esté en su despacho para esas fechas es Rogelio Blanco, el director general del Libro, Archivos y Bibliotecas que más tiempo ha permanecido en su cargo desde que Juan Párix se estableció en Segovia (1472) y fundó allí su imprenta. Blanco, un superviviente nato, ha sobrevivido a dos legislaturas, tres ministros, varias crisis zapateriles, además de a numerosos egos de autores y editores y a un número importante de directores de la Biblioteca Nacional, lo que tiene su mérito. Ha hecho cosas bien y otras mal, incluido algún surrealismo, como implementar un Observatorio (del libro) que poco o nada observa (quizás por su estrabismo constitutivo). Desde mi no siempre cómodo sillón de orejas he tenido con él mis más y mis menos, de modo que, ahora que presumiblemente tendrá que dejar el cargo (es un suponer: ya he dicho que es un superviviente y quizás desee seguir figurando en un hipotético Guinness de los récords administrativos), me parece de buena ley señalar que acaba de publicar su primer libro de relatos (Dismundo) en Reino de Cordelia. Como le ha sucedido a lo largo de su trayectoria directiva, tampoco ahora le ha faltado alta protección, de modo que el prólogo ha corrido a cargo de su amigo Juan Gelman. He leído el libro con interés (y su poquito de morbo, para qué voy a mentir). Esos nueve relatos neorruralistas situados en Dismundo de Brezales, aldea incomunicada y oscura del "noroeste ibérico" que pudiera ser trasunto sublimado del Morriondo de Cepeda natal, tienen un punto expresionista y esperpéntico que me fascina, como en esa historia del niño Alipio, al que un averío de furiosas gallinas le picoteó el pito dejándoselo hecho fosfatina (espero que no se trate de una experiencia autobiográfica). En fin, que la Administración del Libro (la parte no transferida) pierde un arquitrabe, pero la Literatura gana otro letraherido. Felicidades.

Cine

No cometan el mismo error que yo. Fascinado por Un dios salvaje, la película de Roman Polanski que es, junto con Nader y Simin, una separación, de Asghar Farhadi, de lo mejor que he visto este trimestre, me sumergí en la lectura de la obra de Yasmina Reza, que ha publicado Alba. Inútil. Lo que en la pantalla estaba dotado de fuerza arrolladora y catártica, ahora, negro sobre blanco, permanecía dormido. Me di cuenta de que en esa actualísima comedia dramática no importan tanto las palabras, sino quiénes y cómo las dicen. Está bien que se publique teatro, pero leerlo cuando se ha visto a cuatro semidioses (Foster, Winslet, Waltz y Reilly) interpretándolo es cómo oír la descripción de un manjar cuando ya se ha degustado. No se pierdan la película. De nada.

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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