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OPINIÓN
Columna
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Once mil temblores

Juan Cruz

El Hierro es un territorio privilegiado y oscuro, una especie de punto y seguido del mundo. Ahora tiembla. A su alrededor, las aguas han adquirido el tono de las fantasmagorías de Julio Verne, la inquietante apariencia del futuro. Nosotros, los isleños, siempre soñamos con una isla más que no existía, San Borondón. Los isleños necesitamos el sueño de otro suelo, como si, en nuestra condición humana, de la que con tanta categoría escribió el maestro Domingo Pérez Minik, estuviera pendiente otro horizonte.

El Hierro tiene la condición de isla a la espera. Es una situación conmovedora, pues en las islas la sensación de que, como dicen los viejos, "de aquí p'alante no hay más puerto", convierte toda circunstancia en una provisión de enigmas que animan (y desaniman) las largas charlas de la tarde. Hay una fotografía en la que se ve a un paisano mirando a lo lejos el barco que ha venido a medir las probabilidades del volcán. Esa foto parece El Hierro, en realidad, una isla mirando al mar, buscando en él las respuestas que no da la tierra. Hace muchos años, desde aquí lanzaban una piedra que nadara y esta llegaba a Venezuela. Y por eso muchas barcazas (la penúltima salió hace cuarenta años, y se perdió por el camino) se lanzaron en busca de esa promesa que a veces fue fructífera. Una casa que me enseñó allí el gran cronista isleño José Padrón Machín ponía en el frontis "gracias, Venezuela". El único taxista que trabajaba de noche por las carreteras herreñas me contó hace un año, de noche, que cuando él tenía 14 años sus padres lo pusieron en un barco; llegó a Caracas, solo, a mediodía, se fue al mercado, pues tenía hambre, y al cabo de un rato ya tenía su primer trabajo, vendiendo naranjas.

Hasta ahora ha habido en la isla 11.000 temblores; el agua ha escupido y ha dejado a los pescadores de La Restinga, donde se come el mejor arroz de pescado del mundo, sin la fuente de su vida durante ya demasiado tiempo. Desde lejos, los que pisamos continente pero tenemos el alma de una isla, vivimos esa contingencia como con culpa; qué hace uno tan lejos cuando lo que más vale de lo que hemos pisado es tierra y temblor al mismo tiempo. El Hierro es un emigrante en sí mismo, fue emigrante, vuelve a serlo, esta vez entre las brumas de su barco propio, zarandeado por la espectacular cifra en la que ahora apoya la historia de sus estadísticas: once mil tremores, ¿pero hubo alguna vez once mil temblores?

La isla más chica, el hotel más chico, el túnel más largo, la isla del único ascensor, la última isla camino de la octava isla (que fue Venezuela)... Siempre ha circulado El Hierro por los alambres de los récords, y ahora va camino de ser la isla más movida del mundo... Bromistas de allí, ante la insistencia de los visitantes en hallar algún sitio donde hubiera luces rojas y diversión prohibida, les señalaban un camino de un pueblecito... Volvían perplejos, era de noche en El Hierro y en ese lugar, ni en la isla, había cabaré alguno. A la isla nunca le faltó el humor, y ahora sobrevivirá al temblor y quizá sea más grande, o quizá vea a otra isla nacer a su lado, San Borondón tal vez, pero lo cierto es que, este día en que la gente vota, he querido mirar desde aquí hacia ese territorio que ahora tiembla y es isla firme. -

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