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La crisis de Europa vista desde Tejas

Austin es la capital de Tejas y, además de tener una excelente universidad y de albergar la sede principal de Dell Computers, es una ciudad bilingüe en la que Norteamérica e Hispanoamérica se funden. Entre los problemas que le causan incertidumbre figuran la inmigración, el desempleo de los licenciados universitarios (y de todos los demás) y la destrucción del medio ambiente. A comienzos de noviembre, James Galbraith, economista de gran independencia y profesor en la Escuela de Asuntos Públicos Lyndon B. Johnson, invitó a algunos colegas de EE UU y Europa al Centro de Estudios Europeos de dicha universidad para debatir sobre la crisis en la eurozona.

Ese largo viaje mereció la pena. Los estadounidenses entramos en contacto con distintas y complejas perspectivas sobre Europa y los europeos se enteraron de que por lo menos nuestros académicos ya no hablan con triunfalismo. Al mismo tiempo, en Cannes, nuestro presidente no era el principal mandatario de la reunión del G-20 y la afamada revista Foreign Affairs presentaba su último número, titulado ¿Ha llegado el fin de Estados Unidos?

No se trata de si el proyecto va o no a fracasar, sino si puede enmendar el fracaso ya infligido
Los estadounidenses nos enfrentamos a nuestro propio desorden democrático

Devolviendo la moneda, en una de las sesiones de la conferencia se preguntaban qué ocurriría "si Europa fracasa". De boca de nuestros visitantes escuchamos que la crisis de la eurozona -la situación de Grecia, Italia y España- no tiene que ver con la deuda, los precios de los bonos o la regulación financiera. Esos expertos en economía política versados en historia describieron una crisis de gobernanza, relacionada con opciones institucionales y morales.

Recordé la Europa a la que llegué por primera vez en 1952. En Berlín, el estalinismo estaba a solo unas paradas de metro. Las élites y las opiniones públicas de Europa occidental, con más ahínco del que abiertamente reconocían, ponían a sus naciones bajo la protección de Estados Unidos. Pero, al mismo tiempo, preparaban un proyecto europeo, cuyo fin último, para sus artífices, era independizarse tanto de EE UU como de la URSS. Su motivación estaba en las vívidas memorias de los horrores de la Segunda Guerra Mundial y también de la Primera, no del todo lejana. Los precursores del proyecto eran conservadores católicos nacidos en el siglo XIX (Adenauer, De Gasperi, Robert Schumann), a los que se unieron socialistas deseosos de revivir el internacionalismo que tanto les había fallado a comienzos de siglo y también liberales con apego a los derechos ciudadanos y humanos.

Los componentes económicos del proyecto europeo inicial eran discordantes. Quienes defendían la economía social de mercado, de fervientes convicciones cristianas y no pocopaternalismo, creían tanto en la solidaridad intraeuropea como en el valor de la subsidiariedad. Los decididos partidarios del liberalismo económico tenían su utopía: un mercado europeo libre de injerencias gubernamentales. Los socialistas (y los sindicatos) se imaginaban una alianza internacional que regulara e incluso limitara el capitalismo.

Quienes dieron a las primeras instituciones europeas el nombre de "Mercado Común" fueron proféticos. Ajenos a cualquier cosa que no fueran sus libros de cuentas, banqueros, empresarios y proveedores de servicios desplazaron sus eficaces iniciativas de presión, abandonando las capitales nacionales para instalarse en Bruselas. Sucesivas generaciones de funcionarios y políticos (incluso o sobre todo algunos influyentes socialistas) se volvieron adictos a la "competencia" y la "desregulación", bloqueando realmente la construcción de empresas públicas o programas sociales comunes a toda Europa. Durante el debate registrado a finales de los setenta y primeros ochenta entre un sector de la opinión pública europea y Estados Unidos a cuenta de la instalación de los euromisiles, un jefe de Estado Mayor italiano dimitió en señal de protesta por dicha instalación. Gestos de ese tipo, en defensa de la economía política del Estado de bienestar, no han sido frecuentes entre los economistas europeos, que en muchos casos han hecho suyas las obsesiones presupuestarias de sus colegas estadounidenses (y británicos). Esto ha dejado a los Gobiernos y partidos de izquierdas nacionales, y también a los funcionarios de la Unión Europea, intelectualmente indefensos frente a los errores sistemáticos y las invenciones interesadas que han utilizado las agencias de calificación para hacer jirones el tejido social europeo.

No se trata aquí de que Europa vaya o no a fracasar, sino de si puede enmendar el fracaso que ya se ha infligido. Sus Gobiernos están reducidos a la inacción por culpa de su obsesión con el déficit y su negativa a oponerse a los poderes del capital organizado. A menos que cambien de rumbo, sus naciones (incluso Alemania, donde la desigualdad de rentas va en aumento) caerán en el empobrecimiento y posiblemente en el caos y la desintegración, a los que seguirá el retorno del autoritarismo. La democracia europea se está viendo deslegitimada por Gobiernos únicamente capaces de realizar maniobras tácticas.

Los estadounidenses nos enfrentamos a nuestro propio desorden democrático. En Tejas, que al igual que otros Estados sureños salió de la pobreza gracias a las inversiones sociales del New Deal, están muy arraigadas la intervención del Estado y la redistribución económica, que influyeron en Lyndon Johnson, nuestro último gran presidente. Ahora Tejas sufre graves recortes de sus gastos en educación, sanidad y servicios sociales y, a largo plazo y como compensación, no se aprecia la tendencia a acumular bienes públicos.

En realidad, a pesar de sus singularidades, esto hace que Tejas se parezca mucho a los demás Estados. A finales del siglo XIX y comienzos del XX, una poderosa corriente de ideas europeas cruzó el Atlántico. El progresismo de Theodore Roosevelt, la Nueva Libertad de Wilson y el New Deal y su legado incorporaron ideas del Viejo Continente, integrándolas en nuestras propias tradiciones sociales. Durante las décadas de 1930 y 1940 algunas de esas corrientes fluyeron de nuevo hacia Europa, sobre todo durante la reconstrucción de la posguerra. Muchos estadounidenses concienzudos esperaban que la Unión Europea nos proporcionara instituciones económicas y sociales con las que medir las nuestras. Confiábamos en aprender de los nuevos modelos sociales de un Viejo Mundo que hasta no hacía mucho tiempo parecía bastante capaz de renovarse. Lamentablemente, los europeos tienen buenas razones para sentirse defraudados ante sus propias acciones. Curiosamente, la decepción que suscita el éxito del brutal ataque que, desde su propio seno, está sufriendo el modelo social europeo, coincide con un súbito desenterramiento del debate sobre la desigualdad en Estados Unidos. Puede que haya posibilidades fundamentales de colaboración transatlántica entre fuerzas democráticas e igualitaristas partidarias de la renovación económica y social. Pero, por el momento, el nuevo internacionalismo tendrá que esperar a conocer en qué acaban en los próximos años las luchas tan diferentes que se libran en Norteamérica y Europa.

Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.

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