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Columna
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Atolladero

El sueldo que ganaba Groucho Marx en la compañía Cocoteros cuando las cosas del cine iban viento en popa era de unos 2.000 dólares a la semana. Un pastón. Pero un día, fumando su famoso puro, descubrió que en Wall Street podía triplicarlo en un solo día sin dar un palo al agua. Los agentes de Bolsa tenían entonces oficinas en los vestíbulos de todos los hoteles, así que ni siquiera tuvo que quitarse el batín para comprar acciones de la United Corporation por valor de 160.000 dólares. Lo cuenta en sus memorias. El mercado de valores no hacía más que subir y en pocas semanas los hermanos Marx ganaron más viruta de la que habrían soñado con sus películas. Lo mismo que ellos, el fontanero, el carnicero, el panadero y el tipo que repartía hielo por las casas descubrieron el chollo. Pero ocurrió que una mañana, mientras el señor Rockefeller se dirigía a su despacho de la Standard Oil Company, su chófer le pidió un pequeño adelanto de sueldo con la intención de invertirlo en acciones de la compañía. El hombre más rico de América torció el bigote. Debió de calcular que cuando la fiebre del oro llegaba hasta su chófer, el negocio no podía durar mucho. Se le encendió el piloto de alarma. Lo primero que hizo el millonario al llegar a sus oficinas fue dar la orden de venderlo todo. Unos cuantos días después algunos clientes se pusieron nerviosos y empezaron también a vender. Luego el pánico afectó a los agentes de Bolsa, quienes comenzaron a desprenderse de sus acciones a cualquier precio. Y en el famoso martes negro Wall Street se vino abajo.

La historia no es nueva. Las siete vacas gordas y las siete vacas flacas vienen sucediéndose cíclicamente desde los sueños del faraón en el antiguo Egipto. Y en tantos años de civilización la especie humana no ha conseguido un sistema mínimamente eficaz para poner freno a la codicia. Hasta que se rompe el saco nadie está dispuesto a renunciar a las ganancias. Es la esencia del sistema.

Pero Rockefeller tenía razón. En toda crisis hay un punto de inflexión y es el que se produce cuando los chóferes invierten en Bolsa o los taxistas empiezan a hablar de la prima de riesgo y de la solvencia del euro con la misma efervescencia que antes sólo dedicaban a la final de un Madrid-Barça. En tiempos así puede pasar cualquier cosa.

Por mucho que cada equipo se emplee a fondo, todos sabemos que el partido de este domingo no se juega en casa. Gane quien gane las elecciones el día 20, será Bruselas quien nos marque la agenda. Si no cumplimos los objetivos de déficit, nos vamos al fondo como Grecia y si los cumplimos, no nos queda margen para salir del hoyo. Me gustaría ser más optimista, pero francamente no les envidio a los triunfadores la arrolladora victoria que les espera. La soberanía nacional fue un bonito sueño mientras duró.

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