Hedonismo en temporada otoñal
Crítica al concierto de Nile Rodgers
Qué complicado resulta todo. El club Studio 54 ya no existe; esto no es Nueva York, sino una ciudad emborronada por la contaminación y alguna otra boina; a Bernard Edwards se lo llevó una neumonía hace tres lustros y su socio, Nile Rodgers, anda batallando en lo que él denomina Planeta Cáncer; y un domingo a hora tardía del otoño mesetario entra la tentación de apalancarse frente al televisor, el consomé o, qué más da, la pared desnuda. La alternativa a todo ello la encarnaba anoche la resurrección de Rodgers con sus Chic, quintaesencia del mejor sonido funk y discotequero de tres décadas atrás.
Como siempre en estos casos, el peligro responde al nombre de nostalgia. O, lo que sería peor, sucedáneo. Cuatro cañones fumigan humo desde todas las esquinas del Teatro Kapital y una bola de espejos gravita, tímida y diminuta, sobre un extremo del escenario. El hedonismo otoñal tiene estas limitaciones; es, por esencia, efímero, poquita cosa. Pero ayuda, siquiera como placebo. Es un recurso evasivo. Divertido. Puede que hasta sanador. Y sin repercusiones perjudiciales en el hígado ni las curvaturas corporales.
Seis músicos de ropaje níveo y dos vocalistas arropan al guitarrista
El protagonista demuestra por qué no menguarán sus derechos de autor
Seis músicos de ropaje níveo y dos escotadas vocalistas de color (o "de color negro", como matizarían Les Luthiers), arropan al guitarrista neoyorquino y sus inconfundibles acordes rítmicos. Los ingredientes son los que marca el canon porque Nile representa el canon mismo en estos territorios de la música disco. Anotemos: un batería corpulento que bracea sin descanso, un bajista que se deja el pellejo de los dedos en las cuerdas (y aplica el tapping a rato, esa técnica consistente en percutir el instrumento en lugar de pulsarlo); un saxofonista y un trompetista que aportan las notas cortas y juguetonas, y dos teclados, a falta de uno, para que el sonido sea orondo y abrumador a cada rato.
Desde Dance, dance, dance, Rodgers deja claro que, para combatir la atonía de noviembre, solo sonarían grandes éxitos. I want your love se presenta con una introducción jazzística y voluptuosa, pero acaba estallando en delirio bailable y el jefe se marca unos saltitos más estilosos que los de ciertos presidenciables en plaza electoral. Los mayores bombazos de Chic, Le freak y Good times, se dejan para el final, cuando llueve confeti y Kapital ya es territorio exclusivo de bailongos.
Entre medias, nuestro casi sexagenario protagonista demuestra por qué jamás menguará su cuenta en derechos de autor. Se suceden sin descanso I'm coming out, escrita para Diana Ross (por si alguien en la sala decide salir del armario); Upside down, también de la Ross; We are family (otra para el capítulo arcoíris), Like a virgin (de cuando Ciccone se convirtió en Madonna) y, claro, Let's dance, lo más pegadizo que ha grabado nunca David Bowie.
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