Mi encuentro con Camilla Parker Bowles
El periodista John Carlin relata una cena en el palacio de Buckingham en la que Camilla Parker Bowles, copa de coñac en mano, se revela como una mujer irreverente, que no sucumbe a los narcisismos nerviosos de los que fue presa su rival, Diana de Gales. Así es como la duquesa de Cornualles ha pasado de villana a ser uno de los miembros más queridos de la familia real británica.
Conocí a Camilla Parker Bowles una vez. Al principio ni me enteré con quién estaba hablando, tan desenvuelta y natural su forma de ser, tan divertida e irreverente ella.
Fue en un banquete oficial en el palacio de Buckingham, una cena a la que habríamos acudido unas 200 personas, entre ellas el primer ministro británico, medio gabinete del Gobierno, el presidente de Sudáfrica, varios miembros de la familia real y, por supuesto, la propia reina Isabel II. Le di la mano a la reina, pero decir que la conocí sería una insufrible exageración. En cambio, con Camilla (exagerando solo un poquito) sí puedo decirlo.
Nuestro encuentro ocurrió después de la cena, una superproducción cuya pompa y majestad ningún director de cine podría jamás replicar, mientras los invitados y los anfitriones tomábamos unos licores o cafés en un amplio pasillo decorado con enormes cuadros de antiguos reyes, condes y duquesas. Estaba hablando con un ministro del Gobierno y su esposa cuando se nos acercó una señora de una cierta edad. Tenía una copa de coñac en la mano y en la cara una sonrisa pícara. Tengo el vago recuerdo, pero me podría equivocar, de que lo primero que dijo fue que tenía ganas de salir afuera a fumarse un pitillo. Es posible que me lo imaginara una vez que empecé a entender, con creciente perplejidad y fruición, que esta era nada menos que la notoria femme fatale, la cortesana de palacio convertida hoy en esposa del heredero a la corona británica -y probable futura reina- Camilla Parker Bowles. Digo que me lo imagino porque es bastante bien sabido en los círculos reales, y yo al menos lo había oído, que Camilla, además de disfrutar del alcohol, ha pasado muchos años intentando dejar de fumar sin acabar finalmente de conquistar el vicio.
Mi bisuabuela y tu bisabuelo fueron amantes", dijo Camilla cuando conoció a Carlos
Calificaba a Diana en privado de algo traducible como "lela" y "como una chota"
Diana llamaba a los tabloides para que la fotografiaran. Camilla rehúye de la fama
"Camilla es aceptada como parte indiscutida de la familia", dice un biógrafo de la reina
Hubiera dicho lo que hubiera dicho, la verdad es que sus primeras palabras rompieron el hielo, los cuatro en nuestro nutrido grupito nos pusimos a reír y, tras una simpática complicidad establecida, empezamos a hablar holgadamente de otras cosas que creo que no sería propio de mi parte relatar, pero que sirvieron para confirmar un prejuicio que llevaba cargando yo durante varios años, que Camilla es una mujer divertida, irreverente, simpática, normal, que no se toma muy en serio y que no sucumbe a los complejitos y narcisismos nerviosos de los que fue presa su globalmente adorada y admirada y bella rival, la princesa Diana. Según se filtró en aquella época en la que Diana salía en la televisión contando sus penas, y los tabloides narraban los pormenores de sus varios affaires, Camilla utilizaba en privado dos adjetivos para definirla, dos palabras campechanas -de formalidad aristocrática, nada- cuya traducción más auténtica sería quizá "lela" y "como una chota".
A mí me parecieron muy acertadas, y aunque compartí el estupor general ante la noticia de la muerte de Diana, me negué a remar en el océano de lamentaciones y llantos que inundó a medio mundo, patentando un fenómeno que se ha vuelto a ver ahora tras la muerte de Steve Jobs, definido de manera muy acertada por un columnista inglés como "el duelo recreativo".
Menos, incluso, me interesó la boda real que se acaba de celebrar entre el príncipe Guillermo y Catalina Middleton, ahora duquesa de Cambridge. Guillermo y Catalina son una pareja cuyo hábitat natural es el mundo de los hermanos Grimm; Camilla y Carlos no estarían de más en una novela de Tolstói. Unos proyectan toda la complejidad de Cenicienta y su príncipe azul; los otros evocan las complicadas sagas de amor que entrelazan la narrativa de Guerra y paz.
UN ROMANCE CASI LITERARIO
Naturalmente, son Guillermo y Catalina los que venden; Carlos y Camilla interesan a sus compatriotas bastante menos incluso que el futbolista Wayne Rooney y su esposa, Coleen. Una serie de encuestas hechas a finales del año pasado en Inglaterra demostraron que dos tercios de la población quería que Guillermo se saltara a su padre y sucediera a su abuela en el trono. Menos de una de cada cinco personas quería ver a Carlos y Camilla instalados en el palacio de Buckingham.
En un intento de ponerme un poco más al día, hice una pequeña encuesta sobre el mismo tema este mes en Londres. Entre las 20 personas consultadas, el consenso, abrumador, fue que no querían saber nada de Carlos y Camilla. Fuera. Que se aparten y dejen paso a los guapos. No porque Carlos cayera especialmente mal o porque el público siguiera viendo a Camilla a través de los ojos de la difunta Diana, como perra rottweiler. Más bien porque lo que provocan hoy día los dos sesentones es una creciente indiferencia, mientras que los recién casados Guillermo y Catalina generan fantasía e ilusión.
Aunque mi encuesta fue poco científica, sospecho que refleja bastante fielmente no solo la opinión pública inglesa, sino la opinión mundial sobre la monarquía que (con perdón a la española, la holandesa y la de Suazilandia) cautiva la atención de más personas en más rincones del planeta que cualquier otra.
Es una pena. Porque demuestra que lo que entusiasma a nuestra infantilizada especie son los cuentitos de hadas -en este particular caso, maquillado con espléndidos trajes de bodas, coronitas y tal-, mientras que nos supera, o nos aburre, porque exige demasiada atención cerebral, la historia de una pareja adulta que ha vivido un amor complejo, profundo y carnal.
El romance del príncipe Guillermo y Catalina Middleton ha sido, de principio a fin, previsible y banal. Jóvenes, guapos, sonrientes, bien vestidos, se conocieron en la universidad -tan gratamente "modernos" ellos-, se enamoraron, esperaron un tiempo decente para anunciar que se iban a casar, contrajeron matrimonio en la superboda de lo que va de siglo y se fueron de luna de miel a las Seychelles. Ah, y cumplieron con aquella parte tan importante del guion que exigen los tiempos: ella proviene de una familia normal, sin lazos a la aristocracia. Cenicienta se casó con el futuro rey.
Carlos y Camilla, en cambio, han vivido una grandiosa historia de amor y lo han hecho a lo largo de más de cuarenta años. La gente no acaba de ver la riqueza del drama que tiene enfrente de sus ojos porque ninguno de los dos corresponden o -incluso en su juventud- correspondieron a los cánones de belleza impuestos por Hollywood, o los tabloides ingleses, o Gran hermano. El hecho de que ella, en particular, sea vista como fea, y que él la hubiera preferido como objeto romántico y sexual a la obviamente atractiva Diana, con la que fatalmente Carlos se casó, le atribuye a la relación un punto de autenticidad admirablemente alejado de la trillada fábula que protagoniza el hijo mayor de él.
Guillermo y Catalina cumplen los requisitos de una narrativa que nos llega en línea recta de los hermanos Grimm y hoy son materia prima de ¡Hola! y el diario The Sun. Carlos y Camilla nutrirían no solo una novela de Tolstói, sino del contemporáneo, terrenal y lascivo Philip Roth. Intensamente sexuales (¿o me van a decir que la famosa bromita de Carlos de querer ocupar el lugar del tampón de Camilla les hace una pareja anclada en la era de la reina Victoria o Felipe II de España?), a la merced de fuerzas del destino, de las tiranías de la costumbre, de la falta de autoconocimiento y otras debilidades de carácter que no podían controlar, se vieron condenados a una larga e infeliz travesía hasta que, demasiados años después, volvieron a juntarse, reconociendo por fin, ante ellos mismos y el mundo, que este era el gran y único amor de sus vidas.
CUATRO DÉCADAS DE ROMANCE
Lejos del estereotipo de la mujer inhibida, propia, recatada que se le podría -por su aspecto tradicional y poco fashion- atribuir, Camilla fue la que provocó el inicio de la relación el día que conoció a Carlos, haciéndole una proposición magníficamente indecente. Fue en 1970, durante un partido de polo. Él tenía 21 años; ella, 23. Recordando una anécdota histórica que les unía, ella le dijo (me imagino la misma sonrisa pícara que yo vería casi cuatro décadas después): "Mi bisabuela y tu bisabuelo fueron amantes. ¿Qué te parece? ¿Cómo lo ves?".
El joven príncipe no pudo resistir y en poco tiempo se hicieron amantes. Se deseaban, se complementaban, se reían, se querían, pero él no supo oír a su corazón, se dejó enredar (dicen) por consejos de miembros de la casa real que se oponían a admitir a Camilla en la familia, no lo tuvo claro (o no lo tuvo claro hasta que fue demasiado tarde); y mientras dudaba, le tocó un día en 1973, por una de esas casualidades del destino cuyo impacto decisivo uno solo reconoce después, cumplir una misión con la Marina Real. Estuvo varios meses en alta mar, y ella, tras llegar a la conclusión de que casarse con el príncipe era un sueño imposible, se casó con otro. Al enterarse de la noticia, Carlos escribió en su diario: "Una relación tan dichosa, tan pacífica, tan mutuamente feliz... supongo que la sensación de vacío se me pasará algún día".
Si Carlos hubiera entendido que Camilla era el amor de su vida y se hubiera casado con ella, lo más probable es que Diana, uno de los iconos femeninos del siglo XX, jamás hubiera salido a la luz del día; que más bien hubiera pasado desapercibida por la historia y quizá hubiera sido menos infeliz, como aquel día durante su matrimonio, que duró cinco miserables años, en el que oyó a Carlos decirle a Camilla por teléfono: "You know I shall always love you" ("Sabes que siempre te querré").
JUZGADOS, RIDICULIZADOS Y DENIGRADOS
Diana, gran manipuladora de los medios, logró fácilmente tras la separación matrimonial que el público (siempre, siempre tan previsible) se pusiera de su lado y que Camilla quedara como la mala de la película, además de la fea. Carlos y Camilla se volvieron a ver, al principio clandestinamente y después de la muerte de Diana en 1997 de manera paulatinamente más abierta, pero se vieron condenados a pagar cara la dicha de volver a estar juntos. Lejos de recibir el respeto y la veneración que corresponde al heredero al trono, él, y más Camilla, se convirtieron en objetos de risa y calumnias, ridiculizados y denigrados durante años. A ella le causó sufrimiento y mucha humillación, y él se sintió profundamente culpable de haber sido la causa de sus penas. Pero esta vez no iban a repetir los errores de su juventud. Dijeran lo que dijeran, pasara lo que pasara, permanecerían juntos.
EL CARIÑO DE LA REINA
Una cosa que les ayudó durante su dolorosa travesía fue que Camilla nunca tuvo ninguna necesidad de figurar en público. A diferencia de Diana, que llamaba a los editores de los tabloides fingiendo que era una amiga suya para decirles dónde iba a aparecer (objetivo: salir en las portadas del día siguiente), Camilla siempre rehuyó la fama. No necesitaba, ni necesita hoy, alimentar su ego con el amor de las multitudes. Su esfera es la privada, y eso le ha gustado a la reina Isabel, que bendijo el matrimonio de los dos (aunque una buena parte del público estuviera en contra) en abril de 2005. Me dijo Robert Hardman, autor de un nuevo libro sobre Isabel II llamado Our Queen, que la relación entra las dos mujeres es excelente. "Camilla ha sido aceptada por la reina como una parte íntegra e indiscutida de la familia real," dijo Hardman, que comentó que su naturalidad y buen humor ha logrado incluso que los hijos de Diana, Guillermo y Enrique, sientan afecto por ella y, según explicó Hardman, no tendrán ningún problema con que se proclame reina el día en que su padre ascienda al trono.
El mejor ejemplo de la aceptación que tiene en palacio es que en los grandes banquetes oficiales la reina siempre se sienta a un lado del invitado de honor, a la izquierda, y Camilla, al otro. Como fue el caso la noche en que la conocí. Ahora que lo vuelvo a pensar, estoy menos seguro de la anécdota del pitillo, pero lo que sí recuerdo, y creo que -también pensándolo mejor- realmente no delato ningún secreto de Estado al contarlo, es que dijo que le gustaba ir al cine. No a galas o a sesiones privadas en los castillos de los cuñados, sino a cines normales con gente normal. Lo que hacía era ir con sus hijos, Tom y Laura (ambos inteligentes, independientes, asalariados), y entrar en las salas una vez que se habían apagado las luces. Entraban, decía, no por las puertas principales, sino por las de los costados.
Nada. Una tontería. Pero contó la historia con salero, riéndose de sí misma y de su intento, pese a la espectacular anormalidad de su vida, de ser, aunque sea posible solo muy de vez en cuando, una persona común y corriente. Lo que no ha sido ni común ni corriente ha sido el gran amor que ha intentado, contra viento y marea, preservar y nutrir. Que lo haya logrado, que hoy, en el otoño de sus días, a los 64 años, esté con su amado pese a los tiempos de cólera que tuvieron que vivir, habla de una mujer perseverante y madura cuya historia es mil veces más interesante e inspiradora que la de Catalina y Guillermo, hoy por hoy, y la de su bella y famosa rival; la rival a la que "la fea", al final, venció.
Enigmático afecto
Antes y después de que Carlos y Diana se casaran, la reina Isabel no dejó de invitar a Camilla y a su entonces marido, Andrew Parker Bowles, a cacerías y fiestas, al Royal Enclosure de Ascot y a prácticamente cualquier celebración relevante, exceptuando la cena familiar de Navidad en Sandringham. Algo que ha llevado a muchos en Reino Unido a preguntarse si la reina supo y aprobó durante años lo que el resto del planeta ignoraba.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.