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Columna
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Estocolmo

David Trueba

Las personas, si somos buenas observadoras, descubrimos infinidad de detalles que delatan nuestra insignificancia. En ocasiones la certeza proviene de nuestra comparación con otros sucesos ya sean naturales, históricos o políticos, cuya magnitud y trascendencia coloca a las personas en un plano disminuido y raquítico. De otra inferioridad deriva el llamado síndrome de Estocolmo. Aunque parece que nos acompaña de toda la vida, el nombre se remonta a la toma de un banco en la capital sueca en 1973, cuando algunos aseguraron haber visto besarse a una de las cautivas con uno de los secuestradores.

La liberación del soldado israelí Gilad Shalit ha devuelto la expresión a la actualidad. Sus años de cautiverio, denunciados con bastante racanería en el mundo occidental, ejemplificaban que en cualquier conflicto las personas quedan relegadas al fondo del baúl. Al salir, Shalit habló de paz y todos corrieron a quitarle la palabra. Pero su canje por más de mil presos palestinos pone en cuarentena los discursos rígidos. El mundo, los que saben del asunto y los que no tienen ni puñetera idea, que para estos casos viene a ser lo mismo, analiza las razones profundas del pacto, aprecia los agravios comparativos y hasta hay quien se pregunta si para este final era preciso esperar tantos años.

El Azar, que no Aznar, ha querido que compartiera sitio destacado en los medios con la conferencia de paz organizada en Euskadi. Y muchos advierten a la sociedad española del peligro de caer frente a los terroristas en el mencionado síndrome de Estocolmo. Si finalmente ETA anuncia su disolución, como se pide a gritos y susurros, entraremos en una fase, por suerte libre de asesinatos, pero llena de disparidad y tensión. Resultará imposible que los más implicados y los más golpeados no se descubran insignificantes en medio del remolino. Se preguntarán si acaso ya nada importa, si todo fue en vano. Será el momento de destacar la importancia de las personas, bajo ese agravio constante de la sociedad que para avanzar pasa por encima de su pasado y de su gente. Ojalá siempre las personas estuvieran en la cima de lo que más importa y nadie se atreviera a sacrificarlas por otros absolutos. Pero la realidad es que, si miras con atención, nunca sucede así.

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