La peor pesadilla de Josef K
Va a ser difícil olvidar este espectáculo. Orson Welles cinceló su extraordinaria versión fílmica de El proceso a base de encuadres imposibles de escenarios monumentales y desolados, como las ruinas de la parisina Gare d'Orsay, que imprimen una dimensión sobrecogedora al desventurado periplo de Josef K. Andreas Kriegenburg ha construido su inquietante versión teatral de la novela en torno a un ingenioso dispositivo escénico que ofrece al espectador dos puntos de vista simultáneos sobre los acontecimientos: uno frontal, como en cualquier espectáculo, y otro, vertiginoso, en picado.
Para conseguir este desconcertante plano cenital, Kriegenburg clava en una pared la cama, las sillas y las mesitas de la habitación de Josef K, e invita a sus actores acróbatas, aferrados a los muebles como lapas, a moverse por allí con la flema de quién tiene los pies en tierra firme. El efecto es desasosegador: parece que fuéramos los vecinos de arriba y espiáramos a K a través de un suelo de cristal.
EL PROCESO
Dramaturgia: Matthias Günter, a partir de la novela de Kafka. Intérpretes: Walter Hess, Edmund Telgenkämpe, Lena Lauzemis, Sylvana Krappatsch, Annette Paulmann, Oliver Mallison... Escenografía y dirección: Andreas Kriegenburg. Producción: Münchner Kammerspiele. Teatro Valle-Inclán.
Un dispositivo escénico ofrece dos puntos de vista simultáneos
Pero donde Welles ilustraba certeramente, Kriegenburg prefiere, porque es más teatral, crear un espacio simbólico: redonda, la habitación de K es, a su vez, la niña de un gigantesco ojo abierto, que ocupa el fondo escénico de lado a lado. Ningún otro escenario de la novela aparece representado: no vemos lo que sucedió, sino una versión ensoñada o distorsionada por el recuerdo de quien la relata, y con diálogos escasos: Matthias Günter, su autor, prefiere mantener el tono narrativo original para que el público imagine a su antojo ciertos personajes y episodios.
Caracterizados con bigote corto y flequillo a lo Iñaki Fernández, vocalista de Glutamato Yé-Yé, los ocho intérpretes parecen fragmentos del mismo personaje o residuos de su implosión. En alguna escena, todos ellos son Josef K, pero también asumen otros papeles. Hay un humor keatoniano o chaplinesco (el vestuario, en blanco y negro) cuando cinco clones de Josef K se meten simultáneamente en su camita o cuando siete de ellos hacen cola para besar a la señorita Burstner en boca, cara y cuello, tal y como acaba de relatar el narrador, pero cada uno de manera más torpe que el que le antecede.
A pesar del ingenioso trabajo colectivo, la potente imagen de ese ojo único que todo lo espía se impone por momentos a lo que los actores hacen (la escenografía no permite imaginar la escena del salón del juicio, insuficientemente elaborada, y la del despacho del abogado correría mejor en un espacio vacío). Pero en el segundo acto, mientras Tintorelli cuenta en un monólogo delirante el arbitrario funcionamiento del sistema judicial y por su causa los siete Josef K giran como cosmonautas ebrios en su habitación-pupila (instalada sobre una plataforma giratoria), el lenguaje del espectáculo acaba imponiéndose rotundamente. Fantásticos, la luz de Björn Gerum, la peluquería, que sin artificio crea sello, y la interpretación coral.
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