Viejas plazas de toros
Asistí a la última corrida en la Monumental, el pasado 25 de septiembre. Acabada la actuación de Serafín Marín, me acerqué al albero y cogí un puñado de arena -que ahora reposa en un frasquito en mi estudio, junto a otro que contiene cenizas del viejo Liceo-, mientras me preguntaba qué sería del noble coso de la calle de Marina. Solo entonces caí en la cuenta de que aún no me había acercado a las Arenas, en el otro extremo de la Gran Via, reconvertidas en un centro comercial abierto desde marzo pasado. Dispuesto a remediar tal discriminación, para allá me fui una mañana legañosa de este verano infinito que nos tortura.
A Manolo Escobar no le gustaba que a los toros te pongas la minifalda y tanto menos le debe gustar que se la ponga la plaza entera. En efecto, esa es la impresión que produce, así que te acercas, el sobreelevado del muro perimetral sobre unas columnas en uve, rojas como una muleta, que contrastan violentamente con el morado utilizado para cegar algunas de las aberturas de arco mozárabe. En general, en materia de colores, se aprecia en todo el edificio una voluntad pop de sorprender al personal, empezando por el propio logo del centro comercial, en rosa y amarillo, para que te enteres bien. Uno diría que la célebre moqueta del hotel Barceló Sants, que tanto dio que hablar en su día por su osadía cromática, ha extendido su influencia por toda la calle de Tarragona hasta alcanzar el recinto de la plaza de Espanya: es difícil encontrar en toda la ciudad una combinación de colores más disparatada.
Junto a la puerta grande surge un ascensor panorámico, a un euro el viaje de ida y vuelta, que proporciona una vista inédita sobre toda la plaza: si la fuente de Jujol gana, el hotel Catalonia Plaza aparece todavía más feo. Desde la terraza de la quinta planta las vistas sobre la montaña de Montjuïc son excepcionales, con diagramas informativos bien distribuidos que explican los edificios diseminados por la ladera. En cambio, del lado de la calle de Llançà el edificio mochila con servicios auxiliares del propio centro oculta la simpática mariposa modernista en trencadís que culmina una casa de vecinos y que antes saludaba alegremente la entrada sur de la Gran Via. Ahora, desde allí arriba, sólo se divisa la piscina panorámica del hotel B: la ciudad de los turistas.
El interior de las Arenas no guarda ninguna memoria de la antigua función del edificio, es un centro comercial con todas y cada una de las tiendas y los restaurantes franquiciados al uso, aunque con dos notables excepciones: el museo del rock montado por el fetichismo de Jordi Tardà, anunciado por el submarino amarillo inflable de los Beatles colgado del techo, y un centro de fitness en la planta cuarta, con un circuito de jogging claramente inspirado en el de la estación espacial de 2001 de Kubrick. Puestos en materia cinematográfica, no faltan 12 salas de cine: ya dijo Adorno que la cúpula se cerró un día sobre la arena del circo romano, dando lugar al teatro de ópera y de ahí al cine. En el caso que nos ocupa, el arquitecto británico Richard Rogers, autor de la reforma, ha optado por un cerramiento en forma de platillo volante -solución también utilizada en la Torre Hesperia de L'Hospitalet- que consigue dar a todo el conjunto un innegable aire marciano.
Por cierto, en ninguna parte se recuerda que el lugar fue en otros tiempos un coso taurino de renombre, ni que la última corrida allí celebrada fue el 19 de junio de 1977, con reses de María Antonia Laá (mira que es fácil consultar con Google). Luego siguieron años de dejadez en los que llegó a crecer un bosque en el interior. Mi memoria de los espectáculos que se celebraban en este lugar no está relacionada, sin embargo, con los toros, sino con Holiday on ice, la revista de patinadores sobre hielo que solía traer a la ciudad el periodista Carlos Pardo, también representante de los Harlem Globetrotters. De la misma manera que la memoria que guardo de la Monumental tiene que ver con el circo: allí vi por primera vez a Charlie Rivel y su celebérrimo aullido ya nunca más saldrá de mi cabeza.
Por todo eso sería deseable que Barcelona, que ya se dejó birlar las Arenas, no perdiera otro lugar emblemático para el espectáculo como la Monumental. La ciudad no posee otro espacio como este, con capacidad para unas 20.000 personas. No estaría de más preguntar al respecto a gente entendida, como los organizadores del Sónar o el Primavera Sound, o a compañías teatrales especializadas en grandes formatos, como Comediants, Távora o el propio Liceo, qué destino podría darse a la vieja plaza de toros de Barcelona. De lo contrario, la franquicia amenaza con comérsenos crudos, una vez más.
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