Ojo a los falsos Guggenheim
Tres espabilados se hacían pasar por millonarios de la conocida familia para hacer negocios
Para los españoles la palabra Guggenheim es sinónimo de museo, de Bilbao, de Frank Gehry, de arte contemporáneo, de turismo y, en cierto modo, de siglo XXI. Pero para los estadounidenses Guggenheim es un apellido antiguo y noble, aunque en ese país no exista la realeza como en Europa. Sí existen, no obstante, las familias de multimillonarios que se forjaron en el siglo XIX, cuando Estados Unidos aún era la tierra prometida y donde los Carnegie, los Rockefeller y los Guggenheim amasaron inmensas fortunas invirtiendo en acero, en petróleo o en minas. Los patriarcas de aquellas familias ganaron tanto dinero que un siglo y medio después sus apellidos aún provocan admiración, sudores fríos y envidias. Sus cuentas corrientes, entre las más abultadas del planeta, les convierten en objeto de deseo y su apellido, en la llave que abre todas las puertas. O casi todas. Porque entre aquellos seres caprichosos que sueñan con vidas imposibles y no se conforman con ser ellos mismos, los hay que se estrellan en el intento de forrarse usurpando personalidades célebres sin tan siquiera haber llegado a disfrutar de las ventajas que su vida de estafadores les habría proporcionado.
David, Vladimir y la 'condesa' pretendían vender más de 740 millones en diamantes con su 'apellido'
Ese ha sido el patético final de los tres falsos Guggenheim que actualmente están siendo procesados en un juzgado de Manhattan por haberse apropiado del influyente apellido para intentar estafar entre 1.000 y 4.000 millones de dólares (entre 740 y 3.000 millones de euros). "No acabo de entender cual es el crimen. En el fondo lo único que han hecho ha sido escribir e-mails entusiastas a gente importante. Nadie ha perdido dinero", afirma el abogado de la acusada con más pedigrí: lady Catarina Pietra Toumei. Tras el exótico nombre se esconde Catarina Kim Nastopka, según el diario New York Post, una rubia explosiva de 45 años nacida en Maryland que ejerció de periodista, se codeó con el mundo del corazón y supuestamente trabajó como relaciones públicas de grandes empresas aunque ninguna de las tres cosas parece confirmada. Lo único que sí es seguro es que se hacía llamar condesa.
Ella era la que acompañaba o precedía en sus negocios a David Birnbaum y Vladimir Zuravel, conocidos entre los inversores a los que trataron de estafar por el nombre de David B. Guggenheim y Vladimir Z. Guggenheim. Hoy todos los que conocieron a los tres impostores aún se preguntan por qué les abrieron la puerta y escucharon sus fantasías, aunque sin duda duermen tranquilos por haber sabido salvar a tiempo sus billeteras.
David, Vladimir y la condesa escribieron cartas y mantuvieron reuniones anunciando su intención de vender más de 740 millones de euros en diamantes, discutieron sobre la mejor forma de adquirir 2.200 millones en barriles de petróleo iraquí y de hacer negocios con China, solicitaron reunirse con la familia Bush para cerrar un negocio en Texas e incluso llegaron a contactar con Coca-Cola para lanzar el vodka Guggenheim. Curiosamente, tras ser arrestado el pasado febrero, Vladimir Zuravel insistía: "Mi padre adoptivo es un Guggenheim. Controla miles de millones de dólares. Créanme".
La rocambolesca historia de estos tres personajes arranca hace más de un año, cuando Birnbaum y Zuravel se conocen en una sinagoga neoyorquina, según The New York Times. Y como todo en el siglo XXI, Internet le añadió peso a la ecuación cuando Zuravel contactó con lady Catarina y entre los tres maquinaron un plan para conseguir unos cuantos de esos millones con los que sueña el común de los mortales y de los que solo unas pocas familias disfrutan.
La fortuna de los Guggenheim no ha parado de crecer desde que el patriarca, Meyer Guggenheim, un inmigrante suizo, pusiera sus ojos en la minería y comenzara a acumular millones a mediados del siglo XIX, gracias al cobre. Meyer tuvo siete hijos, así que cada uno contribuyó de formas diferentes a darle solidez al apellido. El que lo popularizó como filántropo fue Solomon, enamorado del arte y creador de la fundación que lleva su nombre, bajo la que hoy se agrupan cinco museos en todo el mundo, incluido el Guggenheim de Bilbao. Pero en los libros de historia Solomon compite con su sobrina Peggy, cuya pasión por los artistas de vanguardia fue fundamental para dar a conocer la obra de genios como Picasso, Kandinsky, Man Ray o Duchamp.
La realeza estadounidense, al contrario que las casas reales europeas, mantiene su esplendor económico porque avanza con los tiempos y no deja escapar las oportunidades. Hoy el dinero, aunque al leer los periódicos cueste creerlo, está en los bancos de inversión y en ese ente abstracto llamado mercado financiero, y los (verdaderos) Guggenheim han tomado posiciones. Su firma, Guggenheim Partners, mueve más de 74.000 millones de euros, y entre sus empleados están algunos de los mejores cerebros del sector. Aunque en el consejo directivo de la firma ya solo queda un Guggenheim y la familia ni siquiera tiene la mayoría, el apellido precede a la institución, y gracias a ello, los negocios crecen. "El nombre significa mucho. Cuando lees algo relacionado con la familia Guggenheim inmediatamente lo asocias con una serie de valores con los que también queremos que se nos identifique", asegura Alan D. Schwartz, uno de los responsables de la firma.
Pero lo que en Guggenheim Partners nunca se hubieran imaginado es que un día recibirían una llamada inquiriendo sobre la existencia de David B. Guggenheim y de Vladimir. ¿Pertenecen a la familia o son impostores? David E. Cummings, de Dolphin Capital Group, había conocido a la condesa por teléfono y tras mantener con ella varias conversaciones en las que también se hizo pasar por una Guggenheim, le ofreció venderle una colección familiar de diamantes valorada en 740 millones de euros. Como la condesa no le proporcionaba la documentación suficiente para la transacción, Cummings comenzó a tener dudas. La confirmación de sus sospechas llegó el día en que ella le pidió 3,7 millones para seguir adelante con el negocio.
No fue el único que estuvo a punto de morder el anzuelo. El presidente de una gran empresa llegó a viajar a Nueva York para reunirse en Brooklyn con David B. Guggenheim. Hablaron del petróleo iraquí y de refinerías chinas, para un posible negocio en el que participarían como socios. Pero el olor a chamusquina que desprendía el personaje en cuestión le hizo dudar. Como también dudó un asesor de la familia Bush ante la insistencia de la condesa para concertar una cita con los otros Guggenheim.
Un juzgado de Manhattan se ocupa ahora de juzgarlos, aunque para el otro juez de peso, la historia, estos tres impostores sólo han demostrado una cosa: escogieron un apellido que les quedaba demasiado grande. -
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