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Crónica:PURO TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Fantasmas en Barcelona

Marcos Ordóñez

Todavía se estila, en determinados teatros, la vieja costumbre de abrir temporada con una reposición o un montaje de escaso lustre. Consideran sus empresarios que la gente aún tiene un pie en la playa y no entran a ver una función salvo redada o chubasco torrencial. "¿Y no sería mejor esperar un poco?", pregunté, en mi inocencia, "¿y ofrecer una obra presentable?". Algunos me dijeron que no, que preferían tener el teatro abierto pero con algo baratito. Julio Manrique, flamante director artístico del Romea, ha roto esa tendencia abriendo temporada con un espectáculo que otros se habrían guardado para la mitad, incluso para el final, y hay que aplaudirle por ello: Luz de guardia (Llum de guárdia en texto catalán original, con la coquetería de su duplicado inglés: Ghostlight, que es mejor título y tiene más eco) es una producción ambiciosa, textual y escenográficamente, que no sólo dirige sino que también firma como autor junto a Sergi Pompermayer. Fui al Romea atraído por el cartel, muy buen cartel, un poco al estilo de Destino final (los actores con rostros de vendaval, la fachada incendiada, las letras caídas) pensando que era una función de miedo y en cierto modo lo es: una comedia con fantasmas que parece acogerse a la tercera acepción propuesta por Joyce: "Un ser que se ha desvanecido por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres".

La función es brillante pero deja escaso poso. Quizás la sobredosis de tramas hace que perdamos de vista el bosque argumental

Su prólogo nos presenta a los integrantes de un equipo insensato: un cineasta americano que nunca ha dirigido teatro (Andrew Tarbet), un pomposo "autor joven" local (Ivan Benet), una altiva primera actriz (Cristina Genebat), un cómico encumbrado por la tele (Marc Rodríguez) y una bailarina sordomuda (Mireia Aixalà) quieren estrenar una obra en torno al espectro de Margarita Xirgu, que, según cuentan, ronda por el Romea. Hay un aviso sobrenatural de peligro inminente, un incendio, una muerte. Siete años más tarde, el americano, convertido en jerarca del cine de terror, vuelve a Barcelona dispuesto a rehacer su vida. Tras una brillante escena aérea, muy à la Lepage, coprotagonizada por un piloto fatalista (Benet), una azafata tuerta (Genebat), una sorprendente sosias de la bailarina (Aixalà, claro) y un fan fatal (Oriol Guinart) empeñado en colocarle un guión al director, los muy cinematográficos créditos (con el inmortal Gato Pérez como maestro de ceremonias) nos instalan en una noche de destinos cruzados en la que también parecen juntarse las esencias de Alan Rudolph (Choose Me) y de las comedias corales de Ventura Pons. A partir de entonces, el color de la función y de esa Barcelona en la que van a encontrarse de nuevo los protagonistas del prólogo (y algunos más) va a ser el de una deslustrada y asfixiante grisura. Todo se ha frustrado, todo vira hacia la pequeñez y lo ridículo, todos subsisten, sin horizontes, en empeños muy alejados de sus ilusiones iniciales. Josh, el americano, se revela como un adolescente desnortado que trata de recuperar un amor que echó a perder; Mirta, la primera actriz, atrapada entre el sarcasmo y la desesperanza, intenta escapar de un matrimonio tan varado como su carrera; su pareja, Astor, el joven autor, no ha vuelto a escribir nada que valga la pena y padece un bloqueo literario y vital de aquí te espero; Abel, el actor que fue luminaria televisiva, multiplica sus quehaceres (ahí el retrato se vuelve farsa grotesca) como estatua de la Rambla, chapero new age y chico de la limpieza en una discoteca. Charlie (Xavier Ricart), el taxista que les une en el transcurso de ese nocturno descenso a los infiernos de la mediocridad, es el técnico del teatro al que acusaron de provocar el incendio y, pese a su culpa secreta, el que mejor se ha salvado de la quema existencial. Lo más meritorio de Luz de guardia es que con estos mimbres haya esquivado las tentaciones del melodrama tremebundo. Pese a algunos tópicos y algunos excesos de trazo, predomina un humor agridulce y una mirada crítica pero comprensiva hacia los personajes, con escenas muy divertidas y muy bien construidas, como el encuentro en la sauna oriental, las peripecias picarescas del fool proteico que interpreta Marc Rodríguez en su mejor trabajo de comedia, o los desvelos de Àlex, el fan fatal que ocupa sus noches en conducir un programa de radio ultrafreak y con el que entra por la puerta grande el hilarante Oriol Guinart, que ya había realizado una composición memorable a las órdenes de Manrique en Cosas que dijimos ayer de Neil Labute. Lo cierto es que todos y cada uno de los miembros del reparto están estupendos y muy bien dirigidos. Las resoluciones escenográficas de Sebastià Brosa, la filmación de Marc Lleixà, la banda sonora de Damien Bazin (mucho más controlada que el desparrame musical de El jardín de los cerezos que Manrique presentó el pasado año) son imaginativas y de considerable altura. ¿Por qué, entonces, Luz de guardia no acaba de cuajar la faena que prometían sus primeras escenas? Yo adoro los relatos que cambian de rumbo a cada curva, pero hay que tener una mano muy firme (la mano de Spregelburd o el mejor Daulte, para poner dos referentes claros) para no salirse de la carretera y encontrar el equilibrio entre ligereza y densidad. La función es brillante pero deja escaso poso. Quizás la sobredosis de tramas hace que perdamos de vista el bosque argumental: la historia de Sara (Aixalà), la muchacha que vuelve para aventar los restos de su madre (un personaje, por cierto, del que nada sabemos) queda como un estrambote irresuelto, y el clímax que junta a todos en las ruinas del teatro no cuela ni de lejos. Hay en esa escena, sin embargo, pasajes de gran talento, como el gag reiterado de las cenizas menguantes, y las suculentas anticipaciones mentales (puro Woody Allen) de Astor en su encuentro con Sara, un procedimiento tan sencillo como eficaz. Quizás también, en última instancia, el tema de la mediocridad conlleve, sin el control preciso, una cierta acumulación de trivialidades. Pese a todo, vale la pena aplaudir Luz de guardia (por su imaginación, por la puesta, por sus intérpretes) y aguardar, entretanto, el nuevo trabajo de Manrique y Pompermayer, juntos o por separado.

Luz de guardia, de Sergi Pompermayer y Julio Manrique. Dirección de Julio Manrique. Teatro Romea. Barcelona. Hasta el 9 de octubre. www.teatreromea.com.

Marc Rodríguez (a la izquierda) y Xavier Ricart, en una escena de <i>Luz de guardia, </i><b>de Julio Manrique y Sergi Pompermayer.</b>
Marc Rodríguez (a la izquierda) y Xavier Ricart, en una escena de Luz de guardia, de Julio Manrique y Sergi Pompermayer.DAVID RUANO

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