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Columna
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Treinta mil canciones

Dice nuestro compañero de opiniones Julián Hernández que es muy difícil elegir un himno para la revolución cuando en una tarde puedes descargar treinta mil canciones. El asunto me tiene más preocupado que a Teddy Bautista. Perdemos memoria mientras incorporamos al disco duro millones de referencias. Como Sísifo, vamos cargando de peso nuestros recuerdos y no sabemos ya subir la cuesta de los días pasados. Tanta atención nos mantiene alerta, pero también dormidos. La piedra empieza a ser difícil de cargar sobre las espaldas. La "fiebre de los buscadores" está situando a la humanidad ante un abismo curioso: uno duda si es riqueza o extravío, si se arroja en brazos de Google o se pierde una temporada lejos de YouTube, si se compra un vuelo barato o reserva cita con el dermatólogo, si cambia de operadora o se baja la integral de Fassbinder. Eso por no hablar de otras actividades más carroñeras que consisten en andar husmeando la vida de los demás.

Estamos en la fase de que si no tienes perfil estás colgado. A mi generación le parece un sacrilegio

Nunca la tecnología estuvo tan en el centro de la vida cotidiana y todos los días este mismo periódico anuncia fusiones y disfunciones entre los grandes caballeros del cotarro o incluso ensaya un lamento por la sensible baja de Steve Jobs al frente de Apple. Y esto es un fenómeno nuevo: echábamos de menos a celebridades del rock o de la ópera, del fúbol o la gastronomía, pero los hombres de negocios nunca fueron una-sensible-baja- para-la-humanidad, salvo ahora.

La revolución empezó en California casi al mismo tiempo que Grateful Dead predicaba el amor fraterno, The Doors administraban recetas de pasión incendiaria y Timothy Leary ensanchaba las visiones y arquetipos de la psique profunda gracias al LSD. Aquella revolución informática que quería reinventar la máquina de Turing estaba entonces en manos de unos visionarios metidos en un garaje que hoy son los verdaderos amos del universo. Incluso la última joya de la corona, el Facebook de Zuckerberg, es la venganza de un tímido empedernido contra el éxito social. Jerry lo ha conseguido con creces: además de millonario puede permitirse el lujo de hablarle a los magnates en mangas de camisa, de tú a tú. Estamos, podemos decir, en la fase de que si no tienes perfil estás colgado. Pero eso a nosotros (hablo supongo que de mi generación) que llevamos cierta vida clandestina en el pasado y que nos esforzamos por no dejar huella en ninguna parte (ni en el ejército, ni en las comisarias, ni en los bancos) toda esa patraña nos parece un sacrilegio, Jerry. Será porque fuimos con el tiempo perdiendo amigos, pero esta forma de ganarlos nos parece insustancial y en cierta manera desprende un tufillo ecuménico.

Pero la perplejidad (y su inseparable idiotez) va en aumento conforme avanzan como un reguero de pólvora las conexiones instantáneas con el sexo y la política, la gastronomía, el arte o la religión. En el pozo sin fondo del tiempo invertido frente a la pantalla hay mucha carroña pero también auténticas elaboraciones del espíritu colectivo como la Wikipedia. Mucho anonimato, pero también grandes exhibicionistas. No está todo tan mal. La Red es la bitácora más grande de navegación con la que ha contado la civilización humana y un estremecimiento nos recorre cuando nos damos cuenta (un poco como la televisión el siglo pasado) la escasa utilidad que plantea en la llamada sociedad de la información. Somos más incultos, más perezosos, menos solidarios que hace dos décadas.

Hernández, prefiero llamarle como al detective de Tintín que ahora se estrena (Spielberg también era uno de los pioneros californianos), es un tipo peculiar que ha sabido ligar a la Internacional Situacionista con la gallardía proletaria, un tipo que musicalmente ha evolucionado desde The Clash a Hank Williams y que posee una cultura que le permite ser tan irónico como para poder afirmar, treinta años después de su gira interminable, que maduramos pero no crecemos. Estoy de acuerdo con él. Con Hernández y Frédéric Beigbeder que en su último y hermoso libro autobiográfico Una novela francesa dice con contundencia: "Ya no hay adultos, lo único que queda son niños de todas las edades". Intuyo que es lo que ocurre en esta civilización amamantada más desde el buscador que desde la leche materna, más pendiente del presente que de una Historia tan amnésica que empieza a preocupar a los propios neurólogos. El Ipad ha ocupado, por desgracia, el lugar de los yogures.

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