La emoción de la clase media
En ausencia de la jerarquía, la Vuelta apela a la pasarela de los talentos y recupera el País Vasco como vivero de público
La Vuelta frunció el ceño cuando los meritorios se apostaron en la carrera y empezaron a gobernarla. Vale que no estaba el triunvirato mágico (Contador, Andy y Frank Schleck), al que pudiera añadirse Cadel Evans por su victoria en el Tour. Pero cuando vieron el intercambio de jerséis rojos entre Fuglsang, Bennati, Lastras y Chavanel (el más duradero, cuatro días) el ceño se hizo más hosco. La Vuelta corría el riesgo de derivar en un sorteo de poco interés transitando por zonas turísticas donde se apostaba por la aglomeración de personal en la confianza de que una tarde de ciclismo podía ser un divertimento de temporada. Por momentos, muchos pensaron en aquellas Vueltas dominadas por ciclistas extranjeros de los que había que comenzar explicando sobre todo su biografía, aficiones, características y anécdotas
Se había adelantado la carrera a agosto en busca de que fuera una preparación total para el Mundial de Ciclismo. Lo dijo Bennati tras ganar el sábado en Vitoria: "Al adelantar la fecha ya no vale disputar la mitad y luego irse al Mundial. Hay muchos días entre el final de la Vuelta y el Mundial y ya se sabe que normalmente de la Vuelta sale el ganador de esa carrera". Era un punto de interés. Otro, visto el recorrido, aprovechar el turisteo para poblar unas carreteras habitualmente vacías en las primeras semanas. La Vuelta necesita competidores y público, los dos únicos protagonistas principales.
Cuando Purito Rodríguez se puso líder resopló, pero apenas fue un hálito de esperanza. Uno tras otro, los jefes cayeron, no a la cuneta ni a la calzada, sino atacados por el abatimiento, y los secundarios agarraron el candil para iluminar la carrera. Igor Antón, Menchov, Purito, Nibali, Scarponi, se bajaron de la hornacina y la Vuelta descubrió que podía ser una pasarela de próximos talentos. Cobo, veterano, y Froome, jovenzuelo, encabezaron la rebelión de las masas. La clase media es mucho más amplia que la aristocracia. Y ahí descubrió la Vuelta que la emoción no tiene nombres. Que lo que se decide por segundos suele tener más interés que el número de los dorsales.
Faltaba el público y lo encontró (amén de El Angliru) en el País Vasco, redescubriéndose ambos tras un desencuentro nunca buscado por nadie. La batalla Cobo-Froome era algo así como la batalla del porvenir inmediato. El regreso al País Vasco tenía mucho que ver con el porvenir. El director de la Vuelta, Javier Guillén, reconocía, al término de la estruendosa etapa de Bilbao, atestada de publico en El Vivero y en la meta, que lo importante no solo fue la ausencia de incidente alguno (algo tan temido que movilizó a algunos de los dirigentes del Tour) sino que los previsibles alborotadores "fueron los que más animaron en las cunetas". Hasta Esait (pro selecciones vascas), impulsora oficial de la protesta reconocía después en un comunicado la buena actitud de la organización y reclamaba un diálogo para ediciones futuras. Todo un síntoma.
Cobo ganó la Vuelta en Madrid. Antes no pudo. Froome, el campeón de la máquina de esfuerzo, por fin se reivindicó en la carretera. Pero la Vuelta se regeneró en Bilbao, otro nicho de mercado donde sobrevivir sin Contador, sin Andy Schleck, a cambio de la discreta emoción de la clase media.
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