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Columna
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La fortaleza

Si uno enfila la carretera que media entre Carboneras y Mojácar, una cinta de asfalto que bordea sádicamente los acantilados del Mediterráneo en dirección al levante, no tardará en toparse de bruces con una construcción singular. Estuve allí este verano: sé de lo que hablo. Me gusta la ciencia ficción, tanto en cine como en literatura, ando habituado a paisajes extraños y arquitecturas absurdas, y la fortaleza encaramada allí, al borde de la playa, acostada sobre las rocas que van a precipitarse en el mar, supo sorprenderme, maravillarme y horrorizarme como un enigma de otro mundo: como esas viviendas en forma de colmena o esas ciudades laberínticas que pueblan las visiones de los autores del género. La playa del Algarrobico es memorable, leo en un prospecto del Ayuntamiento de Carboneras, porque en ella se filmaron parte de las localizaciones de la faraónica Lawrence de Arabia, de Sir David Lean, en concreto las que pertenecen a la toma de Aqaba, con los árabes cabalgando entre las arenas y todo eso mientras los turcos miran ensimismados al mar. Es una playa hermosa, como suelen serlo todas las de aquella esquina del litoral, poco sociable, aún no abrumada por la avalancha de bermudas fosforescentes, sombrillas y chanclas de plástico que arruina el resto de nuestras playas: por primera vez en mi vida, estuvimos solos en la arena mi hijo, mi mujer y yo y pude entretenerme en dibujar con un palo bajo mis pies. La mole de la fortaleza, una construcción ciclópea, a medias basílica, mezquita, castillo y penitenciaría, nos observaba desde lo alto. Estaba vacía, sin terminar: transmitía esa desolación de los cuarteles generales aplastados por la artillería, después de la entrada inevitable del enemigo.

Naturalmente había una historia detrás de aquella mole, que mi mujer, que es más verde que yo y sabía algo, me contó a trechos: la ley de costas, los proyectos urbanísticos, la riqueza del pueblo, la protección del medio ambiente, etcétera. Ahora veo en las noticias que un piquete de activistas de Greenpeace se ha encerrado en el castillo, sin que les den miedo los fantasmas, y ha reclamado que lo reduzcan a polvo; lógicamente, tienen enfrente a los vecinos del pueblo, que reclaman, al contrario, que el edificio sea concluido y que atraiga a riadas de turistas no sé si interesados o no en la ciencia ficción. Me gustaría ser más neto al respecto y posicionarme de parte de los buenos (que no sé quiénes son), pero lo cierto es que comprendo a ambas partes. Eso es un parque natural y hay que garantizar la protección de la biosfera, si es que pretendemos dejar a nuestros hijos algo más que un vertedero y charcos de petróleo: el hotel, o lo que sea, nunca debería haberse elevado diez centímetros del suelo; pero eso es un pueblo, con sus habitantes, sus familias, sus necesidades, sus parados y su gente que quiere vivir mejor: un hotel vendría que ni pintado para alimentar las arcas de empresas y Ayuntamiento, en estos tiempos de pan negro que tanto asustan a los telediarios. La cuestión de la ley parece clara (debe prevalecer Greenpeace: que lo demuelan), mas la del sentido común no tanto. Vamos a lo mismo de siempre: a si se pueden conciliar la protección del medio y la salud del planeta con el capitalismo salvaje a que nos abocan la ambición y las crisis; si se puede limitar la contaminación y vivir sin molestarse; si uno puede hacerse rico sin explotar, drenar, socavar, hincar la pala y el azadón. Podemos estar de acuerdo en que el dichoso hotel jamás tendría que haber recibido permiso para elevarse donde lo hace, pisoteando un espacio natural protegido; pero luego nadie se conforma con una segunda línea y prefiere tener la playa a un tiro de colilla, para poder limpiarse la arena de las sandalias en casa.

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