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Columna
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De un matrimonio de hermanos

Las gentes nos parecemos cada vez más a la pareja de hermanos -esa suerte de simple y silencioso matrimonio de hermanos- de Casa tomada, el cuento de Julio Cortázar. Irene y su innominado hermano disfrutan de su casa solariega, de esa casona en que podían vivir ocho personas sin estorbarse, hasta que cierto día, un sonido impreciso y sordo proveniente del comedor o quizá de la biblioteca les hace saber que un ser ignoto ha tomado la parte del fondo de la casa. "Entonces tendremos que vivir en este lado", dirá Irene. "Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos", nos cuenta su hermano. Pero el fluir de los días, la costumbre y su inercia les hace estar bien: "Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar". Sin embargo, un ruido de nuevo sordo en la cocina o tal vez en el baño o tal vez en el pasillo les informa de una nueva toma. Y se quedan con lo puesto en el silencioso zaguán. Y cierran bien la puerta de entrada, salen a la calle y tiran la llave a la alcantarilla.

Las gentes, de la misma manera que Irene y su hermano en su peripecia, oímos los ruidos -recortes, reducciones, supresiones- que nos hablan de la toma de la casa pública por un ser desconocido. Y, quien más, quien menos, nos resignamos a aprender a vivir en menos habitaciones, sin querer darnos cuenta que medio en broma, medio en serio, pero más en serio que en broma, acabaremos con lo puesto en el silencioso zaguán. Tras un largo estío residiendo en lo que Alfred Hirschman llama "conflictos indivisibles" -la identidad o el ser-, doblaron las campanas de la realidad con su grave y perentorio sonido llamándonos a nuestros "conflictos divisibles" -la distribución de los bienes, el más y el menos-. Y si toda sociedad cuenta con una atmósfera sociopolítica a la par que con una atmósfera física, en ésta respiramos el aire viciado del "no hay otra solución, este es el único camino". Como si desconociéramos que "el medio es el mensaje", es decir, que por más asépticas que se nos presenten las recetas, éstas también llevan consigo una determinada ideología, amén de un dibujo concreto de la casa pública.

A uno de los personajes de Martínez de Pisón, en El día de mañana, la familia le recuerda al juego de la oca: "Un punto de partida al que, en el peor de los casos, siempre podías volver. A lo mejor la familia era sólo eso: saber que siempre había una casilla desde la que volver a empezar". Han sido muchos los esfuerzos y sacrificios para que no sólo la familia, sino también la casa pública ofrecieran a los menos afortunados esa casilla desde la que volver a empezar. En el juego del Monopoly que se nos receta, Irene y su innominado hermano acabarán en la calle, pero no tirando la llave de la casa tomada a la alcantarilla, sino entregándosela al banco.

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