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Columna
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Recortes

Estoy convencido de que muchos valencianos aplauden la intención del Gobierno Fabra de recortar el número de delegados sindicales. Es más, si los sindicatos supieran lo que les conviene y estuvieran preocupados por su futuro, también aplaudirían la medida. Que suceda tal cosa es, sin embargo, improbable. Hace tiempo que los sindicatos -sobre todo, en la Administración- abandonaron la realidad para convertirse en un fin en sí mismos: conforme aumentaba su poder y crecía la burocracia, más se alejaron de la sociedad. Podemos censurarles por ello, a condición de no olvidar que sus excesos son semejantes a los de cualquier otra de nuestras venerables instituciones. Hay que ser prudentes a la hora de lanzar la primera piedra. Si los abusos sindicales nos resultan tan manifiestos es porque una hábil e interesada propaganda se ha ocupado de que así fuera. Cualquier persona con sentido común admite que los sindicatos son imprescindibles para el buen funcionamiento de la sociedad, aunque su actual modelo tal vez no sea el mejor posible.

Si aplaudo la decisión del Gobierno Fabra es por juzgar excesiva la burocracia sindical, no porque considere que vaya a tener algún efecto sobre la crisis. Existen cien maneras más efectivas de ahorrar dinero. Además, expuesta como se ha hecho, la acción está cargada de demagogia y habría que retirarla. Más que ahorrar, pretende dar la enérgica impresión de que se ahorra. Si el Gobierno estima exagerada la cifra de liberados sindicales, debería de haber actuado hace tiempo. Unos gobernantes eficaces -les pagamos para ello- no hubieran permitido un número de representantes tan desproporcionado. Al empeñarse en recortarlo, el Gobierno del Partido Popular, en contra de lo que cree, no lucha contra la crisis sino contra sus propios excesos.

Desde luego, en una situación tan grave como la actual es imprescindible corregir cualquier abuso. Pero si nos decidimos a acometer tan desagradable tarea, deberíamos llegar a todos los rincones de la Administración, sin que nos temblase el pulso por ello. Es improbable, sin embargo, que tal cosa pueda realizarse de un modo efectivo. Luchar contra los excesos cometidos por el Gobierno del Partido Popular desde que accedió al poder supondría gobernar de una manera completamente diferente -¡nada menos!- a como lo ha hecho hasta hoy. Si, además de despedir a los sindicalistas, el Gobierno hubiera anunciado que despacharía a la mitad de sus asesores, nuestra confianza en sus palabras hubiera aumentado de forma considerable.

A esta inevitable política de recortes, todavía le encuentro más impedimentos para llevarla a término. Si mañana el señor Fabra se armara de valor y pusiera en orden los negocios de la Generalidad, provocaría un terrible desastre en su partido. Al cerrar las empresas que resultaran inviables, reducir las plantillas, y ajustar la televisión valenciana a sus necesidades reales, destruiría la extensa y tupida red clientelar sobre la que el Partido Popular ha levantado su hegemonía. ¿Puede permitirse algún político que tal cosa suceda? Dado que es imposible, ya podemos imaginarnos de dónde saldrán los imprescindibles ajustes presupuestarios. Naturalmente, las resoluciones que se tomen, todas ellas necesarias y dolorosas, requerirán un abundante abonado de retórica que las justifique. A ello vamos.

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