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El toreo, una cuestión de sueños

La grandeza de la lidia es la ilusión de espectadores y diestros

Los alamares del elegante traje que viste José María Manzanares destacan en la penumbra del patio de cuadrillas de Vista Alegre. Son los momentos previos en los que numerosos aficionados luchan por hacerse un hueco entre los protagonistas para obtener una fotografía junto al diestro o un apretón de manos ofrecido con admiración y respondido con la rutina que acompaña a los matadores minutos antes de una tarde de responsabilidad en Bilbao.

También está pálido Tomás Angulo en Llodio. Disimula como puede su mirada perdida, pero su vestido no llama la atención como el que la figura luce en Bilbao. Este novillero aguarda en silencio a que comience un festejo sin picadores refugiado debajo de los tendidos de la plaza portátil en la que pretende sumar una de los primeros triunfos de su vida.

Nunca se deja de soñar con una tarde como la de Morante el martes

Diecisiete años recién cumplidos y se ha vestido con el traje de luces que heredó de un antiguo matador de un pueblo cercano. Presenta ya poco brillo en los dorados, pero tras los arreglos de un sastre de toreros se siente como un auténtico maestro. Poco le importa para jugársela que el imponente y moderno quirófano de Vista Alegre quede suplido en su plaza por una ambulancia equipada para salvarle la vida. Solo sabe que anteayer estuvo en Bilbao viendo a Ponce cortar una oreja y ayer soñaba con repetir en la novillada de Llodio algunos de los muletazos que dio el valenciano.

En Vista Alegre también los afamados toreros tienen sueños. Nunca se deja de soñar con una gran faena, con una tarde como la que alcanzó Morante el martes.

Manzanares llega con la presión de conquistar una de las pocas plazas importantes que aún se le resiste. El público le aguarda con esperanza, con la ilusión de quien espera la actuación de un torero importante, esa emoción con la que se entra en una plaza de toros, aquella que hace soñar esperando una tarde que haga aplaudir con fuerza.

Pero la ilusión de los toros es universal. La misma que tienen los espectadores de Vista Alegre por ver a las figuras es la que llevan los aficionados que se sientan en los tendidos de madera de la plaza de Llodio. No saben ni el nombre del chiquillo que se juega la vida en su pueblo, pero algunos están dispuestos a cargar sin problema con sus escasos 60 kilos a hombros si es capaz de hacer una buena faena.

Porque la fiesta de los toros es del pueblo, del mismo que hace doscientos años ya esperaba a los toreros en las que eran pequeñas localidades como Zestoa, Deba, Tolosa, Orozko o Llodio. Ahora ya no se les espera en el andén de la estación, como fue recibido Cocherito hace un siglo en Bilbao. Ahora hay muchas más diversiones, pero la fiesta de los toros es del pueblo, que tiene la posibilidad de dar los premios al diestro con la democrática forma de sacar pañuelos al viento.

Como escribió el crítico Joaquín Vidal hace ya unos años, "el toreo es grandeza". La magia de los sueños, porque en la fiesta de los toros sueñan todos: los espectadores, con su entrada en la mano y los toreros, con sus deseos de triunfar. Todos sueñan, los que ayer se apostaron en un asiento de la portátil de Llodio y los que acudieron a una butaca de Vista Alegre.

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