Baroña
Fue en el verano de 1978 cuando visité por primera vez Baroña. Con un grupo de amigos y en tienda de acampada recuerdo aquel fin de semana con todo el aroma de una aventura iniciática. Estaban las ruinas, el mar y el cielo, tres elementos sin duda mágicos. Estaba la sagrada liturgia de Borges y de King Crimson en nuestras mochilas. Estaba, sobre todo, la rebeldía: abrazábamos una actitud antisistema incorporando a nuestro árbol genealógico un linaje celta, nos indignábamos viajando al pasado, queríamos ver otros mares.
En 1978 todo aquel simbolismo (la hoguera, el ruido del océano, la observación del horizonte) tenía un especial significado: se trataba de una fuga hacia rutas salvajes, y Baroña representaba, aun entonces, un lugar remoto en la noche cerrada de los astros.
Cualquier día habrá un merendero en vez del castro. Aquí se falta al respeto a una cultura
El lugar marcó la ruta mágica de mi generación, y Baroña, con el paso del tiempo, fue consagrándose como un sitio no tan excéntrico y, ya en los ochenta, más que ser un lugar de hippies solitarios y druidas meditabundos, de náufragos y príncipes de la mareas, ofrecía estampas de gran aquelarre masivo. Habían llegado los celtas de festival y las barbacoas familiares. Había aterrizado entre las piedras el eterno domingo de los turistas y la fiebre del souvenir.
Prácticamente he vuelto todos los veranos desde entonces a mostrar el lugar a amigos forasteros, a nuevos retoños familiares o, simplemente, a pasear otra vez por el lado salvaje de ese paisaje que parece no tener fin. Siempre, aunque sintiendo la herida del turismo, saqué del lugar fuerza e inspiración para el espíritu y un hondo sentido de que estamos ante un santuario de la naturaleza, lo que impone respeto, mucho respeto.
Hace un año me sorprendió en la visita una aparición que me tuvo bastante perplejo y sin respuesta durante unos días. Y este verano, la gran ola de anónimos constructores de castros que hacen su peculiar montón de piedrecitas ha sido ya denunciado por arqueólogos y responsables del patrimonio como una amenaza para el lugar. Aquellos montoncitos que había visto apenas brotar no eran el mensaje de un nuevo chamán de aficiones escultóricas sino el temible comportamiento de la masa en su prodigiosa mímesis de los mensajes de usar y tirar. Después de unas docenas fueron apareciendo centenares y creo que la costumbre arrecia en una clientela que piensa que debe seguir la fuerza de la costumbre si no se pone remedio.
Como mi visión de la estupidez humana suele ser cotidiana e incluye solemnes ceremonias como los candados de los enamorados en Ponte Milvio (Roma) o el aplauso a las puestas de sol en Ibiza, cuando me tropecé con los montoncitos de piedra en el castro no podía suponer que seguían unas modas de la autoayuda más nauseabunda y que, aunque en un museo de arte contemporáneo esa sucesión de pequeños montones pueda tener su encanto puñetero, aquí, era una sublime tontería que amenazaba con arruinar para siempre el paisaje del castro.
La estabilidad de las construcciones humanas a cielo abierto, de Pompeya a Egipto, tiene el grave problema de servir a las hordas del grafiti y del botellón, de la procesión religiosa y profana. Te descuidas y visten al santo de billetes o aplauden a los vikingos disfrazados de vikingos, o no contentos con ello, pintan las piedras de colores. Esos montoncitos de piedra no eran, ahora me entero, sino la contribución enrollada de cientos de peregrinos que han montado su propio castro, han tuneado su propia mansión druídica con la vana esperanza de haber pacificado el espíritu.
Pongámonos serios con el turismo. Todos los años en Stonehenge se monta un fiestón con la llegada del verano que no acaba precisamente derribando las piedras (pesan además muchas toneladas esos megalitos) ni pintando souvenirs. Hay un respeto a la magia del recinto. En Baroña se ha faltado el respeto a una cultura milenaria. Los dioses deben de estar furiosos. Y no les falta razón. Cualquier día, en vez del castro encontraremos un merendero. A punto estamos ya de conseguirlo. Vamos a devolver las piedras al lugar de las piedras. Y los celtas al lugar de los celtas.
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