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Columna
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El hombre de la raya

Juan Villoro

No he podido confirmar en Internet -outlet de la mitología- la existencia de este héroe. Debo su conocimiento al asombroso Juan Sasturain. En su libro Picado grueso se ocupa de Frank Ramón Turner, mártir dispuesto a ser árbitro auxiliar.

Turner y su banderita judicial son tan inverificables y tan verdaderos como el mago Merlín y la espada Excálibur. La fábula de Sasturain es ejemplar. Si los hechos no la acompañan, peor para ellos.

Lo interesante del caso Turner es que retrata a alguien que desea, voluntariamente, ser un marginal, solo participa en el juego cuando alza una bandera y recibe a cambio un abucheo.

"¿Alguien observó que el lineman está afuera de la cancha?", pregunta Sasturain: "Tangente con el campo y la tribuna, el hombre de la banderita mira con los mismos ojos del espectador -desde afuera-, pero colabora con la visión de adentro... ¿Cómo se llega a lineman?... Hay trabajos socialmente sucios, desde el de verdugo a recolector de residuos, en los que algunos recalan por desgracia o se autoconfinan los desesperados o aquellos que alguna culpa quieren lavar entre la mugre y la sangre. Pero lineman...".

Por lo general, el asistente aspira a dictar sentencia con un silbato. Frank R. Turner tenía todo para prosperar; su padre, Reginald Turner, fue uno de los árbitros ingleses que introdujeron el güisqui y las leyes del fútbol en Argentina.

Turner padre -al que imaginamos enrojecido por el alcohol y los soles australes- abandonó a su familia para regresar a un país donde las canchas tenían menos hoyos y más fairplay. Su hijo creció para emularlo, pero no del todo. Asumió como un mandato la función más residual del juego: alzar una bandera al otro lado de la línea de cal.

El mestizo Turner también heredó de su progenitor el gusto por la bebida. Le decían Frasco en alusión a la botella que llevaba en su maletín deportivo y desempacaba con cariño en el vestuario.

En su relato, Sastuarin hace morir al hijo en plena cancha, perfeccionando su tragedia. Un sábado cualquiera es alcanzado por un proyectil en la ciudad minera de Andalgalá, provincia de Catamarca. Su salud, ya mermada por el trago, no resiste esta última afrenta de un público que nunca entendió su sacrificio. Frank R. Turner cae sin soltar su banderín.

Hombre fronterizo, el auxiliar participa en el juego sin entrar en él. Especialista en marcar el fuera de lugar, él mismo se halla en esa posición. Normalmente sufre junto a la línea en espera del domingo en que pueda dar el paso decisivo para hollar la cancha como si pisara la superficie de la Luna.

Juan Sasturain rindió impecable homenaje al marginado del partido. El árbitro asistente es un émulo del silbante, el aprendiz que aspira a pitar la ley. En un sentido simbólico, es el hijo que anhela ser el padre. Por eso acepta su castigada genealogía.

Turner ya era hijo de un árbitro. Aunque en ocasiones la profesión de árbitro es dinástica, él no quiso ser el padre que lo abandonó y cambió de país. Su patria era la raya. Expósito, descastado, aceptó su condición limítrofe. Su vida fue secretamente ejemplar hasta que Sasturain llegó a contarla. Turner es un arquetipo del incomprendido solitario que corre a un lado de la cancha y así define el juego.

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