¡Que no se despierte!
Cuando yo era niño fui mucho al circo -todos los niños entonces íbamos al circo en cuanto había uno en la ciudad- pero nunca me gustó del todo. Apreciaba algunos números (los ilusionistas, a ratos los payasos), otros me aburrían pronto (las familias de equilibristas, todos los trapecistas salvo la sublime Pinito del Oro) y los caballos empenachados que galopaban en círculo entre chasquidos de látigo solo me interesaban por ser caballos, aunque estaba acostumbrado a verles hacer cosas mejores los domingos en el hipódromo. Detestaba especialmente a los chimpancés, perritos sabios y hasta a las focas, por lo demás tan simpáticas, ya que se veían obligados a remedar los gestos de los humanos, jugar con pelotas o tocar instrumentos musicales e incluso disfrazarse con chaquetitas y gorros, como si aspirasen a nuestra misma condición. No padecía por verlos domesticados, ni pensaba en el doloroso proceso para llegar a estarlo: me asqueaba verlos humanizados, con su animalidad idiosincrásica perdida o traicionada. Lo mismo me pasa hoy, cuando oigo hablar de que los animales tienen derechos, porque enseguida me los imagino andando sobre las patas traseras, leyendo el periódico o fumando en pipa...
Del circo solo me gustaban las fieras. Leones, tigres, panteras y hasta los voluntariosos elefantes, que de vez en cuando aplastaban a un cuidador para que no se les perdiera del todo el respeto. Cuando en una función empezaban a poner la gran jaula en la pista, comenzaba para mí la emoción. Confirmada luego al verlos llegar uno tras otro por el túnel enrejado, agitando la melena, enseñando los grandes colmillos, lanzando rugidos de condicional obediencia pero nunca de total resignación. Me gustaba su incomparable olor carnicero y sobre todo sentirlos cerca: esclavizados por el hombre, sí, pero sin carantoñas ni parodias humanizantes...
En aquellos días, los circos llevaban como anexo un pequeño zoo que podía visitarse fuera de las horas de función. En él se exhibían los grandes felinos y demás fieras que luego saldrían a la pista. Sus instalaciones eran muy rudimentarias y sin duda incómodas para los animales, pero permitían a los curiosos una proximidad peligrosa que ningún zoológico serio autorizaría.
Yo era adicto a esas cárceles tan ocasionales e insalubres como ciertos suburbios, pero habitadas por inmigrantes de la selva en lugar de pobres corrientes. Solía ir acompañado por mi abuelo Antonio, mentor y cómplice de mi infancia. Cierto mediodía de la canícula los animales del zoo improvisado dormían, abrumados por el calor. Tumbado en la jaula, un tigre apoyaba su cabeza contra los barrotes, soñando con Bengala y con antílopes remotos. Yo tenía ocho años y estaba al otro lado de la reja, fascinado. No pude remediarlo: extendí la mano y le acaricié la testuz. Me sorprendió que fuese tan dura, como una roca envuelta en terciopelo.
Mi abuelo, que me lo consentía todo, me regañó muy nervioso por primera vez. Y también fue la primera y única vez que he tocado la frente de un tigre dormido. ¿La única? Ahora que tengo la edad de mi abuelo pienso que esa primera imprudencia fue premonitoria y que me he pasado la vida metiendo la mano entre los barrotes para acariciar a la fiera.
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