Placer de dioses
Parece contrastado que el primero que inició la plantación de vides en el mundo fue Noé. Cuanto menos eso opina Isidoro de Sevilla, autoridad incontestable en cuestiones del mundo antiguo. El santo hispalense dice que, siglos después, entre los griegos y otros paganos destacó la figura de Líber, que era considerado un semidiós porque trasplantó el saber de Noé a sus campos, y les proporcionó el vino con que perfeccionar sus banquetes, que en aquella hora y lugar se llamaban symposión -reunión de bebedores- con clara visión del porvenir.
Después de Líber plantaron cepas todos los demás, digamos romanos y bárbaros, por no extendernos con la enumeración de las tribus, con tanta fortuna en sus propuestas y tantísimo éxito aristócrata y popular, que en la actualidad no hay país culto y soberano que no cuente entre sus haberes el gozo de los más elegantes vinos y sus más sofisticados derivados.
Su calidad se mide en la copa, hecho que ha dado lugar a una profesión
Parece imparable la expansión mundial de las uvas, que solo en España generan el 1% del PIB, que en Francia ocupan a 200.000 personas tan solo en su producción, y que hacen florecer con alto valor añadido la agricultura californiana, la argentina o la chilena.
Fruto de ese espectacular desarrollo es el número de regiones, pueblos, pagos y demás minifundios que tienen su específica producción, lo cual genera un mercado en el que los precios y las variedades se multiplican. Siempre me asombró el subtítulo de un libro dedicado a la calificación de los diversos caldos que rezaba: Los mejores 10.000 vinos españoles. No he querido, por una absurda e incomprensible vergüenza, investigar cuántos serán los vinos en España si en destacando algunos pocos nos aparecen 10.000.
En Italia sobresalen 25.000, y no sabemos la exageración que será en otros países, en los que beber vino se ha convertido en costumbre y signo de distinción, relegando los duros alcoholes a la función de comparsas en cada momento del día y de la noche.
Producto gastronómico por excelencia, compañero inseparable de mil simples y sofisticados platos, y coautor de algunos de ellos: clásicos y contemporáneos. Valgan como ejemplares ejemplos el inmarcesible coq au vin, la densa lamprea a la bordelesa o la dulce de Sauternes, el rabo de toro cocido al tinto, los riñones regados de Jerez, o las nada empalagosas peras al vino.
Su calidad se mide en la copa, hecho indubitable que ha dado lugar a una profesión y a todo un regimiento de esforzados que se califican por su nariz. Esto es, por su aptitud para distinguir perfumes, apreciar taninos, controlar las riquezas minerales de los suelos, y en un máximo esfuerzo intelectual descubrir la heredad, el año de la cosecha, e incluso la escorrentía en el pago que generó el deslumbrante milagro de la uva.
Millones de palabras se han escrito sobre el vino, lo cual nos sobrepasa, y nada podemos añadir sino simplezas de aficionado: suave, redondo, que nos permita el disfrute en una mañana radiante o ante un sol que se oculta en el horizonte.
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