El consuelo de las medusas y otras pataletas
La envidia me roe por dentro y por fuera, mientras me tuesto por ambos lados en la parrilla virtual del agosto madrileño e imagino a mis improbables lectores disfrutando de una refrescante sombra en exóticas playas semidesiertas del Mediterráneo (un oxímoron geográfico), en las que una sutil brisa agita la superficie del gimlet que, presumo, se estarán tomando (para acompañar la arcádica escena, música de fondo playera: Beach Boys, Santana o Bob Marley). Yo sigo aquí, sentado ante mi ordenador como un forzado en galeras, mientras recuerdo, como si se tratara de un sarcasmo dirigido a mi persona, aquella pregunta que se formulaba Amiel en su Diario íntimo, y que Joseph Conrad citaba en el frontispicio de La locura de Almayer (1895): "¿Quién de nosotros no ha tenido su tierra prometida, su día de éxtasis y su final en el exilio?". Yo, me respondo. Supongo que uno tiene que besar miles de sapos antes de que uno de ellos se convierta en princesa, pero lo cierto es que, en este canicular desierto, ya me he tragado demasiados. Me aburro tanto que incluso me pongo a ver la entrega diaria de la tricentenaria (en capítulos) serie televisiva Amar en tiempos revueltos, ante la que suelo quedarme frito a la hora de la siesta ("¡Oh, desmayo dichoso!", diría Fray Luis de León). Mi único y resentido consuelo, mientras, como una vulgar y sedentaria couch potato, imagino el verano de los otros, es que, posiblemente, el agua del mar en que se bañan mis envidiados conciudadanos esté infestada de esa plaga de urticantes y gelatinosas medusas que parece haber tomado nuestras costas por asalto. Bueno, lo cierto es que, además de ese consuelo por el (presunto) mal ajeno (lo que los alemanes llaman Schadenfreude), me distraigo con algunas novelas de títulos más o menos veraniegos. He releído parcialmente la estupenda Luz de agosto, de William Faulkner, en la vieja, pero decente, traducción de Enrique Sordo (Alfaguara). Siempre me ha encantado su título que, sin embargo, no fue el primero que tuvo. En principio se iba a llamar Dark House ("la casa oscura"), una expresión dickensiana que Faulkner había encontrado en unos versos de Tennyson, pero que no acababa de gustarle. La leyenda cuenta que un atardecer agosteño, mientras él y su esposa Estelle descansaban en el porche de su casa saboreando sendos gimlets (esto último también lo imagino), ella le preguntó: "¿No crees que la luz de agosto es diferente a la de cualquier otro mes del año?". Faulkner se levantó como un resorte y exclamó: "¡Ya lo tengo!". La otra novela de título veraniego es Estío (1917), de Edith Wharton (veintisiete letras), un buen melodrama ambientado en Nueva Inglaterra (y con evidentes influencias jamesianas) que guarda ciertas similitudes con la mucho más compleja Ethan Frome (1911), cuya versión española publicó Alba. Feliz agosto. Y tengan cuidado con las medusas.
Cosmos
Alexander von Humboldt (1769-1859) dedicó los últimos 25 años de su vida a ordenar, sintetizar y difundir todo lo que había aprendido en sus largos e intensos viajes de exploración y en su prolijo y continuado estudio de la naturaleza. El resultado fue Cosmos, una vasta síntesis de todos los conocimientos científicos de su época, desde la astronomía a la botánica. Humboldt fue un ilustrado tardío que todavía creía firmemente en el poder de la razón y de la ciencia para elevar la condición humana: de ahí que su obra, un prodigio de ciencia transdisciplinar, evite la aridez expositiva y la retórica literaria con el claro objetivo de servir a la cultura general y contribuir a la destrucción de las supersticiones y dogmatismos que permanecían enquistados en la mentalidad popular. De aquel libro trascendental se publicaron los cuatro primeros volúmenes en vida de su autor (el quinto apareció en 1862), traduciéndose inmediatamente en varias lenguas. La más completa traducción española (aunque no la primera) fue la de Bernardo Giner (1874), que es la que se ha utilizado como base para la estupenda edición completa (a cargo de la profesora Sandra Rebok) que han publicado Los Libros de la Catarata y el CSIC. El tomo (casi mil páginas) cuesta 150 euros. Lo raro es que las joyas sean baratas.
Pataleta
Imagínense si Cervantes viviera todavía entre nosotros (ya famoso) y anunciara que dejaba de escribir. O que Shakespeare convocara una rueda de prensa y declarara que se acabó, que no estrenaría más dramas. Que Mahler se retirara a una isla desierta a cazar mariposas. O que Picasso cerrara su estudio en vida y diera un portazo. En esos hipotéticos casos, no creo que en la prensa se armara la bulla que se ha montado con la clausura de El Bulli. Una algarabía mediática en dos tiempos: hace unos meses, cuando la anunció, y ahora, cuando el maestro ha echado el cierre con una pitanza de honor para una cincuentena de incondicionales patanegras. En total no he contado menos de tres docenas de páginas de glosas, análisis y condolencias en los grandes diarios españoles. Y durante algunos días no ha habido manera de zapear sin que apareciera en la pantalla algún bullicioso ditirambo visual adobado con sesudos comentarios de "creadores" y expertos. La misma tónica de consenso panurgista, con pequeñas excepciones, en los medios extranjeros: el mejor cocinero del mundo, uno de los máximos creadores de nuestro tiempo. Miren: es muy probable que yo tenga para la alta-altísima gastronomía (llamémosla así) la misma sensibilidad que un cohombro de mar, pero a mí todo esto me ha parecido un poco obsceno. Y, sobre todo, decadente. No cuestiono (al menos no fanáticamente) aquello de que la cocina (es decir, esa manera de entenderla) sea cultura. Pero, como muchos, estoy un poco hasta el hígado de que nos vendan las excelencias culinarias del nitrógeno líquido, de la gastronomía molecular y de la cocina-laboratorio servida en cantidades virtuales, comentada como si se tratara de sonetos inmarcesibles de Quevedo o de delicadas abstracciones de Blinky Palermo, y cobrada a precios ante los que no pestañean los consejeros del BBVA o de Iberdrola (8,92 y 14,84 millones de euros anuales, respectivamente). No voy a recurrir a la demagogia somalí o cuernoafricana (por mencionar ámbitos de -ay- depauperada cultura gastronómica), pero tengo la sospecha de que el desmesurado culto contemporáneo a la llamada alta gastronomía y la idolatría del Cocinero (permítanme que utilice la mayúscula) podrían ser síntomas de carencias culturales más profundas. Cada vez que he tenido ocasión (pocas) de degustarla en algunos de sus más afamados templos (emperejilada por sacerdotes discípulos o seguidores del genio) he terminado palatal y estomacalmente frustrado, pero con parecida impresión (visual) a la que tenía de pequeño cuando observaba el resultado de los experimentos que realizaba con mi juego de química Cheminova. En fin, que es una lástima lo de El Bulli. Y, en cuanto al señor Adrià, posible candidato al Nobel de Química (y, a juzgar por el entusiasmo de la prensa, hasta al de Literatura), quizás lo mejor es que le nombren ministro de Cultura. Algunos con menos méritos también han sido cocineros antes que frailes.
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