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Crónica:Mis morbos favoritos
Crónica
Texto informativo con interpretación

Coraje y gloria de metal

Jacinto Antón

Tengo un interés obsesivo y morboso por medallas, copas y trofeos de cualquier especie, heroicos, militares, deportivos: los veo todos tan fuera de mi alcance... Bien, eso no es del todo cierto. Poseo una nada despreciable cantidad de esos premios -incluso ¡una Cruz de Hierro!-, otra cosa es que los haya ganado yo, o que los pocos que sí lo he hecho, ganarlos, tengan algún valor. Con una excepción.

De la largueza con que se conceden recompensas deportivas, por empezar con ellas, da fe que incluso yo tenga unas cuantas. Son una colección abigarrada porque he tratado de destacar -infructuosamente- en muchas especialidades. En ocasiones las muestro a las visitas, procurando que no se fijen demasiado dado que tienen truco: están muy mejoradas; en realidad jamás he pisado un podio. Desde niño tuve muy claro que no ganaría nada relevante en esta vida -en los campos de juego, así que en los de batalla ni les digo- y en consecuencia me he dedicado a hinchar los pequeños galardones que he ido recibiendo muy ocasionalmente, rodeándolos de historias tan emotivas como falsas.

La atracción de Medallas, copas y trofeos es irresistible. Resulta difícil ganar algo de peso, ya sea un Premio deportivo o la cruz de hierro, pero siempre es posible reinventarse

La medalla que nos dieron a todos los miembros del equipo de gimnasia deportiva del colegio (yo era suplente, tenían que haber visto mi ejercicio de anillas: casi me ahorco) la convertí en la de valiente campeón de salto de potro y una insignificante copita de natación -la daban prácticamente a los que no se ahogaban- se transformó, ¡hop!, en la de arrojado campeón del salto de palanca. La medalla de tenis que poseo y de la que me vanaglorio sobremanera haciendo vagas referencias a Jimmy Connors, la ganó en realidad mi añorada compañera de dobles mixtos, Pauline, una campeona escocesa que lo hacía todo ella -en la pista quiero decir-, por lo que los rivales cargaban humillantemente el juego en mí.

No era difícil engañar a la gente inventando relatos que engrandecían mis logros y mis trofeos. Cuando tienes labia y buen cuerpo -perdonarán la inmodestia-, todo cuela. Lo he hecho siempre y ya ni me avergüenzo, ¡lo que he ahorrado en psicólogos! Son mentiras piadosas, me digo: piadosas conmigo.

Por otro lado, hay que ver lo que hace la autosugestión: de tanto decirlo he llegado a creer que la placa honorífica que me regalaron solo por participar en un campeonato de motocross la gané en buena lid (pese a quedar el último) y cuando salgo por la noche me tranquiliza el tacto adamantino de la medalla de esgrima de la que tanto presumo y que en realidad me obsequiaron en una exhibición de sable en la que éramos... dos. ¡A cuántas amigas no habré asombrado con mi copa de rugby! -en puridad un triste premio de dominó- cuando los únicos trofeos que conservo de mis atemorizados años en ese viril deporte de pelota ovalada y agallas son mi camiseta con el número 14, desgarrada, la marca en la espalda de los tacos de la bota de un pilier de la Santboiana, y mi propia supervivencia...

Todas las casas tienen un rincón en el que los trofeos reunidos en décadas de noble esfuerzo dormitan acumulando polvo y recuerdos en su metal viejo. La estantería del coraje, el altar del valor. No sé, hockey, atletismo, lucha libre, golf, lacrosse. Cuesta desprenderse de ellos, los arrastramos tintinando traslado tras traslado. Nos evocan lo que fuimos y realizamos. Por qué luchamos. Es curioso, soy capaz de emocionarme yo mismo a pesar de saber que mi propia colección es un canto a la falsedad. Amañado valor plateado. En su estante mis trofeos amontonan identidades nuevas. Es lo que tiene no haber ido a Eton: una ética relajada. Con el tiempo, es más fácil adjudicarles mejores logros, se vuelven más y más gloriosos. La tentación es grande. ¡Hay tantas gestas que usurpar! Un día, me digo, yo habré ganado la salobre Copa del América y mis nietos creerán a pies juntillas que la vieja medalla de consolación en judo es en realidad el oro ardiente de alguna olimpiada.

No se crea que todo lo que poseo en cuestión de premios es tan falso como mi palmarés deportivo, aunque cuando recibo visitas a las que quiero impresionar dejo como descuidadamente sobre los muebles réplicas de la Cruz Victoria (VC) británica, la gran medalla al valor, obtenidas por unas pocas libras en el National Army Museum (tampoco es todo trigo limpio en las VC de verdad: el capitán Eric Wilson, del Camel Cops, ganó una póstumamente por una lucha en Tug Argan, Somalilandia, hasta el último hombre y resulta que en realidad vivió plácidamente hasta los 96 años retirado en Sherborne, Dorset). Tengo también varias medallas militares de verdad. En este campo sí que ni la más calenturienta imaginación podría creer que yo fuera capaz de ganar la épica Croix de Guerre, que conseguí en realidad regateando como un poseso en un tenderete en Marraquech mientras despistaba al rijoso vendedor, Dios me perdone, con los encantos de mis dos hijas adolescentes. El ferviente hijo del desierto ignoraba el valor de la condecoración que yo, ante las visitas, por hacerme el interesante, atribuyo a Beau Geste.

Me dan mucho morbo en general las medallas al valor. La Estrella de Coraje australiana la ganó una vez una jovencita de 12 años, Peta Lynn Mann, por salvar a un amigo de un cocodrilo de cuatro metros. Me costaría ganarla porque yo de un cocodrilo de cuatro metros no salvo ni a mi padre. Lo que daría por pillar para mi colección también la Orden del León de Finlandia, la Virtuti Militari polaca o la sueca Medalla al Coraje y la Resolución en el Mar en Tiempos Peligrosos, que más que nombre de una condecoración parece el título de una novela de Conrad.

Por mi cumpleaños me regalaron una Cruz del Mérito de Guerra de segunda clase con espadas, alemana, de la II Guerra Mundial, es chula, pero lleva una esvástica y, más que morbo (aunque vaya morbo el de los nazis, ya que estamos), da grima. Yo, ya puestos, hubiera preferido la Cruz de Caballero (Ritterkreuz) con hojas de roble con espadas y diamantes, una medalla sencillita que solo ganaron 27 militares (los Brillantenträger), entre ellos mis queridos y malogrados ases de caza Marseille y Nowotny.

Decía al principio que tengo una Cruz de Hierro. Sobresalta verla. El otro día el fontanero se la quedó observando largamente y luego me lanzaba miradas subrepticias mientras arreglaba la lavadora. Parece la que tanto ambicionaba el capitán Stransky en la película de Sam Peckinpah (¿recuerdan?, el curtido sargento Steiner diciéndole: "Le enseñaré dónde crecen esas cruces", antes de arrastrarlo a un combate desesperado contra los rusos). Pero no es nazi, mi cruz, sino de las primeras, prusiana (el matiz me parece importante, se lo recalqué al fontanero). Luce la fecha 1813 y las siglas de Federico Guillermo III (FW) coronadas. La gente se sorprende al verla -como de tantas otras cosas de casa-, más aún porque la he colocado entre los retratos familiares. Negra y metálica incitación al coraje, es un querido regalo de un amigo (a veces me inquieta pensar por qué me regalarán cruces de hierro en vez de algo de Gonzalo Comella) y un símbolo de valor que me recuerda a Jünger y su tormentosa pasión de asaltar trincheras, aunque él, claro, tenía lo más de lo más, la Pour le Mérite, el legendario Blue Max por el que reñían las águilas del Káiser en sus ensangrentados triplanos.

Pero la medalla más valiosa que poseo es de unos pilotos más cercanos. Y me la dieron a mí, personalmente. Es mía, de verdad, lo juro. Se trata de la medalla de la Asociación de Aviadores de la República. Un día entrevistaba a su presidente, Antoni Vilella, de 98 años, exmecánico de Chatos y hombre de coraje que puso a brazo en el cielo los cazas de la Gloriosa durante la Guerra Civil, y al acabar, sin que viniera al caso, marcial y serio, me hizo cuadrar, rebuscó en el bolsillo y con una voz que hubiera hecho enmudecer a los Messerschmits me impuso la condecoración, seguramente confundiéndome con otro. Me quedé pasmado. La tengo ahora ante mis ojos, luce en relieve un ángel que porta en los brazos a un piloto derribado, de regreso al cielo, mientras en la distancia se ve caer un aeroplano envuelto en llamas. En el reverso reza: "Honor ante todo". Honor. No hay medalla que yo merezca menos, ni distinción en la vida que valore más.

El mariscal Lord Roberts de Kandahar, Pretoria y Waterford, luciendo todas sus medallas (VC, KG, KP, GCB, OM, GCSI, GCIE, entre otras).
El mariscal Lord Roberts de Kandahar, Pretoria y Waterford, luciendo todas sus medallas (VC, KG, KP, GCB, OM, GCSI, GCIE, entre otras).NATIONAL ARMY MUSEUM

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
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