El pueblo de las almas perdidas
Las hadas, los duendes, los unicornios y demás criaturas que pueblan los cuentos populares representan las fuerzas de la naturaleza, los misterios del nacimiento y la muerte, los vuelcos del amor y los pliegues del corazón
Cuenta Gerald Brenan, en su biografía de san Juan, una anécdota de sus conversaciones con las monjas durante el tiempo que fue confesor de uno de sus conventos. Una de ellas, llamada Catalina, que hacía de cocinera, le preguntó ingenuamente por qué cuando pasaba junto al estanque del jardín las ranas que estaban sentadas en el borde se zambullían en el agua y se ocultaban. San Juan le replicó sonriendo que ese era el lugar en que se sentían más seguras. Tan solo allí podían defenderse y estar a salvo. Y así debía hacer también ella: huir de las criaturas y zambullirse en ese centro, que era Dios, escondiéndose en él.
Muchos años después, en una carta a la priora, san Juan le envió a la monja cocinera el siguiente mensaje: "Y a nuestra hermana Catalina, que se esconda y vaya a lo más hondo". En el pensamiento místico, esa búsqueda del vacío conlleva la promesa de una unión, de un encuentro con otra realidad. El vacío no se confunde con la nada. Es un umbral y puede ser tocado por la gracia, convertirse en el tránsito hacia una realidad más plena.
Pobre del que no se detenga a escucharlos: nunca tendrá nada interesante que contar
Tienen el poder órfico, acercan lo lejano y alejan lo cercano, y el poder icárico, arden
Los japoneses, expertos en tales artes de la invisibilidad, tienen una costumbre que consiste en marcar la presencia simbólica del vacío en la casa mediante un minúsculo hueco abierto en la pared. Ese hueco es el tokonoma, y puede hacerse con una uña. Basta con raspar un poco la cal de la pared, el borde de una taza de café, y reducirse hasta caber en él. Los elfos, las hadas, los duendes y demás criaturas que pueblan los cuentos populares, pertenecen a ese mundo del pequeño rasguño, del pabellón del vacío. Viven en los rincones de las casas, debajo de las piedras, en las grutas más hondas o en la profundidad de los lagos. Allí donde el ojo humano no suele llegar ni su razón tiene poder alguno. Separados de los hombres y manteniendo una difícil relación con ellos, estas criaturas representan las fuerzas de la naturaleza, los misterios del nacimiento y la muerte, los vuelcos del amor y los pliegues del corazón humano. Su mundo es el mundo del tokonoma, ese reverso donde, según nos enseñó José Lezama Lima, podemos recobrar nuestro cuerpo "nadando en una playa, / rodeado de bachilleres con estandartes de nieve, / de matemáticos y de jugadores de pelota / describiendo un helado de mamey".
Esos versos son de El pabellón del vacío, el poema que Lezama Lima escribiera pocos días antes de morir. Toda la poesía del escritor cubano se resume en este poema estremecedor. ¿Pero el poeta no es ya, y por el hecho de serlo, alguien que viene de la muerte? "Estoy vivo como si estuviera muerto", escribió Lezama. Y está hablando de sí mismo, pero también de san Juan, pidiendo a las monjas que huyeran de la mirada de todos, o de esos campesinos irlandeses que en sus paseos se encuentran con envidiable naturalidad con elfos, hadas, o con alguna de las criaturas que habitan el reverso del mundo. En ese instante los ojos de los vivos y de los muertos coinciden y la mirada del hombre adquiere un doble poder: el poder órfico, cuya virtud consiste en acercar lo lejano y alejar lo cercano; y el icárico, que consiste en arder.
Todas las criaturas que pueblan el mundo de los cuentos tienen ese doble poder, y no creo que estemos en condiciones de prescindir de ellas con la ligereza con que lo hacemos. Olvidemos por unos minutos el triste espectáculo en que se ha convertido la convivencia en nuestro país, y detengámonos en tres de esas criaturas olvidadas: las hadas, los unicornios y los duendes. Una antigua leyenda relaciona el origen de las primeras con los ángeles caídos. Luzbel se rebeló contra Dios y, deseoso de fundar su propio reino, abandonó el cielo dejando tras él un rastro luminoso de tan indescriptible belleza que muchos ángeles le siguieron. Descendió del cielo e hizo del infierno su reino, pero los ángeles no dejaban de seguirle y, como el cielo se estaba vaciando, Dios intervino haciendo que las puertas del cielo y del infierno se cerraran bruscamente. En medio quedaron un montón de ángeles que como no tenían adónde ir se refugiaron en las cavidades de la tierra, como quienes saben que no van a ser bien recibidos. Y así se constituyó la estirpe de las hadas. Son muchas las cosas que se cuentan de ellas. Por ejemplo, que les encanta la miel y que suelen embaucar a los hombres aprovechándose de sus hermosos cuerpos y esbeltas figuras, para luego convertirlos en esclavos y satisfacer sus más variados deseos. Y que poseen un extraño tabú: no soportan la sal.
El unicornio es un animal semejante a un caballo, aunque con un cuerno en forma de espiral, situado en medio de la frente. Su vista es muy aguda y puede ver lo que ninguna otra criatura. Carece de morada fija y vaga por el bosque recordando siempre que es mensajero de una tierra extranjera. Para capturarle se emplea a una doncella. El unicornio corre a su lado y se queda plácidamente dormido sobre su falda, momento en que los cazadores lo capturan, mientras el corazón de la doncella queda trastornado para siempre a causa de esa traición.
Los duendes son seres sobrenaturales, sin alma y de estatura menuda, variable entre los 30 centímetros y el metro de altura. Poseen un carácter extremadamente burlón, y tienen habilidades como mimetizarse, imitar los sonidos de los animales y hacerse sentir, tocando a un ser humano con sus manos, produciéndole un escalofrío. Según la mitología islandesa, su origen se remonta a Eva, la primera mujer creada por Dios. Eva se encontraba un día bañando a sus hijos en el río cuando Dios le habló. En su miedo, escondió a los niños que aún no había bañado. Dios le preguntó si todos sus hijos se hallaban presentes, y Eva contestó que sí. Al ver que Eva mentía, Dios le dijo que, en castigo, esos niños permanecerían escondidos eternamente para el resto de los hombres del mundo.
"Instalarse en la casa en lugar de admirarla y ponerla guirnaldas", escribió Kafka. Los cuentos hablan de un tiempo en que el mundo, cada árbol, cada piedra, tenía una presencia tan singular como indescifrable. De un mundo habitado, sí, pero también abierto y ajeno. W. B. Yeats lo explicó con estas palabras: "Toda la naturaleza está llena de gente invisible. Algunos de ellos son feos y grotescos; otros, malintencionados o traviesos, muchos tan hermosos como nadie haya jamás soñado, y los hermosos no andan lejos de nosotros cuando caminamos por lugares espléndidos y en calma". Como nadie haya jamás soñado. Pero ¿cómo podemos imaginar lo que nunca se vio ni pudo, por tanto, soñarse? Tenemos, como quería Kafka, que instalarnos en el corazón de las cosas. Pero, ¡ojo!, "esconderse allí es temblar, / los cuernos de los cazadores resuenan / en el bosque congelado. / Pero el vacío es calmoso, / lo podemos atraer con un hilo / e inaugurarlo en la insignificancia".
Las palabras y las criaturas de los cuentos son ese hilo. Nos prometen la compañía insuperable, la conversación en una gruta del bosque, el juego en el río con los seres de las corrientes, el encuentro con los elfos de la luz, que son las criaturas más delicadas que existen. Reivindican, como los personajes de Kafka, "el gesto pueril en medio del bosque helado". Son los descendientes de aquellos niños que Eva escondió de la mirada de Dios: un pueblo perdido que siguiera buscando en el mundo un lugar donde quedarse. Les gusta estar a nuestro lado y asistir a nuestras locuras, como si guardáramos algo precioso que somos los primeros en desconocer.
De ese pueblo de almas perdidas hablan todos los cuentos que existen. Pobre del que no se detenga a escucharlos: nunca tendrá nada interesante que contar a los demás.
Gustavo Martín Garzo es escritor.
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