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'Mi primera vez' | Hoy, por Eduardo Mendicutti | Ficciones

PUREZA

Nunca había viajado solo en tren la noche entera. En la estación, mi madre no paró de lagrimear. Menos mal que no vio a mis compañeros de viaje: tres gachís pintadísimas y minifalderas, que iban a Madrid a ser artistas, y dos legionarios, uno de ellos mulato, despechugados y con las braguetas como melones, de lo estrecho que les quedaba el pantalón. Como el tren venía de Cádiz, ellos ya estaban cenando unos bocadillos de arenque que a mi madre le habrían revuelto el estómago. El legionario mulato se pasó muy despacio la lengua por los labios, sin quitarme la vista de encima. Yo dije:

-Que aproveche -y me refería al bocadillo, claro.

Él me dijo que si me gustaba y yo le dije que no, que muchas gracias. Al cabo de un rato me explicó que él y su amigo acababan de llegar del moro, con una semana de permiso, y me preguntó, guiñándome un ojo, si yo también era artista. Le conté que iba a Madrid a estudiar y él me pidió que me quitara las gafas y me dijo que tenía unos ojos preciosos, verdes, de gato. Todos estuvieron de acuerdo. En cuanto terminaron de cenar, pasó el revisor, y enseguida las gachís empezaron a ponerse cómodas para dormir. El mulato le pidió entonces a la gachí que se sentaba a mi lado que le cambiara el sitio, y no tardó ni un minuto en apagar la luz. Enseguida se puso a manosearme por todas partes.

-Venga -dijo-, vamos a quitarnos todo, que aquí hace un calor del carajo.

El otro legionario y las tres gachís se liaron a armar bulla, con muchas risas, en medio de la oscuridad. A mí me dejaron en pelota picada en un periquete. Y llegó un momento en que no sabía de quién eran los brazos, las manos, las piernas, los labios, las lenguas y todo lo demás. Solo sabía que una cosa era, seguro, del mulato. Con el tiempo me enteré de que esos desparrames se llaman orgías. Están bien.

Por fin, la orgía se tranquilizó y me quedé estroncado en un santiamén, tan campante, como un angelito. Ni siquiera me importó que la boca me supiera un poco a arenque.

Pero, de pronto, al cabo de mucho tiempo, en medio de la noche, me desperté sin saber por qué. El tren estaba parado. Había una luz rara que llegaba de fuera. Me puse las gafas, me vestí, me levanté y salí al pasillo. Allí, medio vestida, estaba una de las gachís, y entonces me di cuenta de que era tan joven como yo. Miraba por la ventanilla, extasiada. Yo también me quedé boquiabierto. Todo el paisaje era blanco y la luna hacía que brillase como una inmensa duna de plata. Sin decir nada, la muchacha me pasó el brazo por la cintura y apoyó la cabeza en mi hombro, como hacía mi hermana pequeña cuando se emocionaba y se sentía en la gloria. Yo no le pregunté ni ella me preguntó dónde estábamos. El mundo entero parecía recién nacido.

Aquello sí que me impresionó. Aquello sí que me dejó turulato. Aquello sí que me marcó para el resto de mi vida.

Aquella fue la primera vez que vi la nieve.

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