A la hora de las estrellas
El fantasma la visitaba algunas tardes, en los amaneceres, casi nunca en la noche. Se había acostumbrado a verlo desaparecer tras la puesta de sol. Casi siempre, a la hora de las estrellas, no quedaba sino un atisbo de cristales.
El fantasma tenía varias caras, una luz en la frente, otra en la boca. Era distinto siempre, aunque todas las veces que iba a buscarla lo acompañara la idéntica emoción que tiene lo que ya no se tiene. No siempre le abría la puerta cuando llamaba, entonces se le aparecía sin tocar, sólo a tocarla. Y con ese destello sí, se abría la noche.
Entonces el fantasma escondía calendarios y relojes. Siempre traía nuevos trucos y juegos de manos. A veces hacía brotar plantas con flores brillantes de un perfume conocido, pero difícil de identificar, que espesaba el aire. Otras veces moldeaba vapores insinuando figuras que quedaban flotando por la habitación durante toda la noche. Las figuras iban cambiando de forma, bocetaban recuerdos, inspiraban historias, sugerían pensamientos.
Sus ojos estaban abiertos y sus manos crispadas sobre la madera buscaban algún atisbo de luz y esa tibieza rezagada del fantasma del crepúsculo
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Esa noche quiso hacerle una broma; escondió, antes de que el fantasma llegara, los relojes de la sala y el calendario que estaba sobre el escritorio. No abrió la puerta, apareció iluminando el salón desierto con el destello de sus luces. Merodeó un rato desconcertado. Entonces sucedió algo inesperado; la luz de su frente comenzó a titilar y la de su boca se apagó totalmente. Ella se angustió, intuyó que había hecho algo que podía quebrar ese hermoso sortilegio que esperaba todos los días cuando el sol se ocultaba. Corrió hacia el escritorio, restituyó el calendario y los relojes.
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Esperó impaciente unos segundos hasta sentir que desde su garganta venía esa respiración jadeante, de vieja enferma, que sonaba al compás de aquel reloj grande, de madera, que ahora volvía a establecer sus plazos con el repiqueteo incesante del tiempo. Sus ojos estaban abiertos y sus manos crispadas sobre la madera buscaban algún atisbo de luz y esa tibieza rezagada del fantasma del crepúsculo. Trató de fijar la mirada en aquel resplandor perdido, pero todo estaba ¡tan brutalmente anochecido! -
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No veía nada. Empezó a manotear desesperadamente mientras tomaba conciencia de su ceguera. Tropezó con un mueble o algo que no supo reconocer. De pronto sintió los brazos firmes de alguien que la sujetaba por los hombros y le echaba un aliento de calma en los oídos. No eran palabras, pero lo comprendía. "Ven conmigo, déjate llevar", decía él sin hablar. "No, de aquí no me muevo", gritó ella aterrorizada. Una fría corriente la envolvió y la arrastró violentamente, a una velocidad sideral, hacia quién sabe dónde. Los brazos de él la seguían sosteniendo con la calidez de un suspiro.
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No supo si fueron horas o días los que viajaron. Cuando finalmente él la hizo comprender que habían llegado a su destino, ella sintió de nuevo la tierra firme bajo sus pies. La casa era parecida a la suya pero, al mismo tiempo, diferente. Los colores de las cosas cambiaban de un segundo al otro como si tuvieran prisa. Cientos de objetos cubrían las paredes y el techo. "¿Dónde estamos?", preguntó ella. "Bienvenida al destiempo", oyó que alguien contestaba. Lo buscó por aquella locura de lugar, pero no pudo distinguirlo de los otros fantasmas que allí moraban.
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Pero, si no pudo distinguirlo, fue porque los demás lo ocultaron, como si no quisieran que ella lo reconociera, o como si, se hizo evidente en un instante, tuvieran más derecho que él a ser reconocidos. La casa era mucho más parecida a la suya de lo que había podido ver en un principio: era realmente su casa, sólo que estaba poblada por sus muertos y por las pertenencias -de toda una vida- de sus muertos. El padre fastidiado, la madre generosa, el abuelo arruinado; estaba incluso la tía Judit, con su pamela rosa y su expresión de merecer algo más.
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Desvió la mirada hacia el reloj de una mesa, marcaba una hora en punto: de la tarde o de la madrugada, de ayer o de mañana se preguntó; junto al mismo reconoció a su visitante, con gesto sereno le tendía una vaporosa mano, invitándola a avanzar entre una mesa y el reloj. Caminaron hacia otra estancia, donde había un murmullo de voces que le resultaban familiares, allí estaban sus amigos y algunos parientes que hacía tiempo no veía, todos ellos con gesto triste y revestidos con prendas oscuras; observaban un retrato de ella sobre el alféizar de la chimenea.
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Volvió de nuevo la mirada hacia el reloj. Tantos relojes, pensó... Pero éste tenía agujas, y las agujas se mueven... Y si fueran verdad todas esas tonterías que había escuchado durante años: el tiempo se puede parar, incluso podemos volver atrás, entonces... retrasarlo, pero ¿cuánto? ¿Cuándo fue que el fantasma empezó a visitarla?... ¿No fue el mismo día que le hicieron el retrato de la chimenea?
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El retrato... el retrato tantas veces admirado y disfrutado. Nada extraño en él, ni en su ejecución. Un buen artista que supo sacar lo mejor de ella. Un paisaje anodino detrás realzando la personalidad que penetraba al mirarlo. Lo recorrió centímetro a centímetro, no necesitaba ni verlo. Entonces era más o menos feliz, como siempre, como cualquiera. El peinado, el vestido, todo acertado, nada especial. La mirada segura, sintiéndose querida. Nada amiga de las joyas excesivas, sólo su eterno anillo aún acariciando su dedo. El colgante... de repente todo se hizo más claro. ¡El colgante de tía Judit!
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Era un camafeo chino de jade y plata. Se lo había traído de regalo en uno de sus viajes por Oriente. En su interior se escondía un reloj. Según su tía era una pieza muy antigua y apreciada. Poseía propiedades mágicas. Nunca hizo caso de aquellas supersticiones y en pocas ocasiones lo lució, aunque le supo mal perderlo. El murmullo de voces familiares se había ido apagando, ya no estaban, habían desaparecido y el fantasma con ellos.
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"Puede usted pasar", le dice la recepcionista. Las cinco y media en punto en el reloj de pared de Ikea, modelo Bravur. La fecha bien visible en el calendario de mesa de Intermón Oxfam. 10 de enero de 2011. La enfermera sonríe esperándola en la puerta. El pasillo con diplomas enmarcados. En el escote de la doctora, ya con la mascarilla puesta, se balancea un osito de Tous. Sus ojos insensibles. El fogonazo de halógeno en la cara y, un minuto después, el pinchazo de la anestesia. "Dios mío, por favor, haz que salga de ésta".
El inicio y el título del Cuento en cadena son de Ángeles Mastretta. Segundo párrafo: enviado por Victoria Garrido. Tercero: Beatriz Eugenia Oliveira. Cuarto: Andrea Castillo Sandoval. Quinto: Ramón Santiago. Sexto: Cristina Jurado Marcos. Séptimo: Salvador Romera. Octavo: Anselmo Trápaga. Noveno: Lourdes Fernández-Pacheco. Décimo párrafo: Jesús Orera. Undécimo párrafo: Magdalena Carrillo Puig. Final escrito por Luis Magrinyà.
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