Resignación y fatalidad
Circulo con mi bici por las carreteras de la Vendée, por donde estos días se disputan las primeras etapas del Tour de Francia. En el asfalto, cada dos por tres me voy encontrando con diferentes animales atropellados. Una mancha, la mayoría de las veces, más o menos amplia sobre el negro abrasador del asfalto; aunque muchas veces la fisionomía de esta huella es suficiente para evaluar la violencia del trance.
Esto es algo habitual para un ciclista, pero la frecuencia con la que lo estoy haciendo estos días me ha sorprendido. Sapos y culebras, ranas, erizos, conejos y liebres, topos, palomas, algún ratoncillo campestre, un zorro, los habituales perros y gatos -más estos últimos- además de algunos simplemente inidentificables.
Me ha sorprendido la actitud con la que el grupo de Contador y Sánchez ha cruzado la meta
Debe de ser porque es tiempo de cosecha, digo yo. Así que por simple distracción, tratando de hacer aún más agradable el discurrir de los kilómetros, me imagino a cada uno de estos animales huyendo del peligro inminente, unos más conscientemente, otros menos, pero cayendo irremediablemente en las redes de la fatalidad.
Y con estas cosas en la cabeza observo con atención los últimos kilómetros de la primera etapa del Tour. Una caída, otra, otra más, y más que han habido -eso dicen- y que no hemos visto. El pelotón cae en abanico a 10 kilómetros de meta. El abanico lo abre un corredor del Astana -Iglinsky al parecer- al chocar contra un espectador por el costado derecho; la ola avanza en sentido antihorario y la carretera queda totalmente bloqueada. Inmediatamente después, unos -los teóricos beneficiados de la situación- tiran por delante mientras otros -los perjudicados, estos sin teoría-, hacen lo mismo por detrás para mitigar las pérdidas.
Hasta aquí todo dentro de lo lógico y desgraciadamente de lo esperado, pues estas primeras etapas del Tour son, han sido y serán siempre igual de nerviosas. Y las caídas, pues lo mismo; están, han estado y estarán a la orden del día.
Lo que a mí me ha sorprendido es la actitud de resignación con la que el grupo del que formaban parte Samuel Sánchez y Contador ha cruzado la meta. Como un grupetto en una etapa de montaña, eso es lo que parecían. Se me hace complicado hablar de la actitud de un grupo de ciclistas, un grupo además tan heterogéneo. Casi 30 corredores procedentes de dos caídas diferentes -una a 10 de meta, otra a menos de dos-, entre los que se encontraban algunos de los que han venido aquí con la intención de llevarse el premio gordo. Pero eso es lo que yo he visto; una actitud de un grupo, no de un corredor concreto. Entiendo la resignación, y en cierta medida me parece positivo que así se acepte, pero no la fatalidad que transmite esa actitud.
Vuelvo a pensar ahora en los animales de los que hablaba al principio. Ninguno queda vivo, todos se quedaron en el intento, pero quiero pensar que cada uno de ellos hizo todo lo posible por escapar de la fatalidad. ¿El instinto? Puede ser que fuese eso su única guía, pero... ¿acaso los ciclistas no tienen instinto?
Mis pobres animales -triste que para ser míos hayan tenido que morir aplastados y que yo les ponga por eso en mi punto de atención- murieron con las botas puestas. Ayer nadie murió, es decir, aún no hay nada perdido definitivamente. Pero hombre, mejor que nos lleven al matadero a empujones, ¿no?
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