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Crítica:DANZA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Carne tatuada en la mesa de luz

Buscando casi ansioso su propia plasticidad, Rafael Amargo se vuelca energético y poseído por su desinhibición en una obra de corte moderno, casi como un mosaico de sus cuitas y sus ideas teatrales. Es el artista solo ante el espejo (un recuerdo a Gades) y en la sala de ensayos desde donde escolariza modos y caprichos.

Arropado por un grupo de excelentes músicos y encabezados por un Juan Parrilla seguro e inspirado en el estilo que le caracteriza, Rafael se adentra en un monólogo variopinto e irregular que gana con el paso de la velada, va muy bien vestido e iluminado, desboca su heterodoxia hasta un extremo donde el fraseado fatiga la acción y la posible dramaturgia, empastado en lagunas de música que se vuelven bisagras; el mano a mano de Maite Maya (en estado de gracia permanente) y un asentado Saúl Quirós es un buen ejemplo de transición elevada a rango de escena capital.

El coreógrafo quiere recrear un Café Cantante canalla con sus guiños y sus dejes, retando al desfase y tocando fondo en la catarsis autobiográfica. Por momento convence, en otros no tanto. Su plasticidad se ahueca sobre un formalismo espacial donde hay atrevimiento, como en la seguiriya, elusión de lo clásico hacia una síntesis de referencia o en la Farruca inicial donde extrema la pose y el desplante, lo tensa.

El duelo por soleá de los dos mantones está centrado, tiene efecto, dura lo justo y dice mucho de su prosecución estética. El uso de la carta del abuelo paterno de Amargo resulta de un gran dramatismo; ese abuelo querido que era amigo íntimo de Federico García Lorca y cuyas palabras se vuelven un testimonio a la vez de muerte y de recio anclaje en la vida.

Debe destacarse la saeta de Maite Maya y el enlace dramático a un baile gestual, o la presencia del estilo de Ramón Oller en el baile de la mesa de luz, un solo que ya el de Esparragueras hacía en los años ochenta y que aquí se retoma y refresca en otra cuerda más voluntariosa.

El final, todos de blanco, con esos fandangos abandolaos hace el efecto de un viento fresco, de algo que debe cambiar. La amplificación perjudicó mucho al violonchelo.

Rafael Amargo, en un momento de su espectáculo.
Rafael Amargo, en un momento de su espectáculo.

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