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Columna
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Hasta luego, cocodrilo

Esto era uno que crió un cocodrilo en su casa. Los motivos son secundarios: digamos que el sujeto en cuestión amaba el peligro o las excentricidades, digamos que le sobraba espacio en el corredor, digamos que el pelo de gato le provocaba alergia y que él deseaba la compañía de una mascota. Los cocodrilos son animales dóciles, hermosos a su modo y la mar de amables, si se los sabe llevar. El sujeto en cuestión no hacía más que ponderar las virtudes de su atento cocodrilo a todas las visitas que acudían a verle reptar bajo las patas de la cama. Le limpiaba el lomo, que parecía un bolso de señora, con cepillos y bayetas, y repasaba la poderosa fila de dientes que le sobresalía del hocico ayudándose de los mismos instrumentos con que sacaba la grasa a las cacerolas. Era muy hermoso el cocodrilo, era muy sencillo convivir con el cocodrilo, pacífico y estéril, si uno se plegaba a ciertos rituales y marcaba ciertos márgenes que no se debían rebasar. ¿Y por qué no? La gente convive con perros de presa, con lagartijas, con cucarachas, con su suegra, hasta consigo misma, sin que ese matrimonio irremediable aporte a menudo más satisfacciones que otra cosa: ¿por qué no un cocodrilo? A todo se acostumbra el cuerpo. Así de convencido andaba el sujeto en cuestión hasta que una mañana, al sacarle de paseo por el barrio, el cocodrilo, que era antojadizo, le mordió el pie y se lo arrancó de cuajo. El sujeto en cuestión se molestó mucho: dijo que aquello no podía ser. Que el cocodrilo se había comportado de modo muy violento, y que hasta ahí podíamos llegar. Que los cocodrilos limpios y con la boca cerrada sí tienen autorización para coexistir con las personas, pero nada más allá: qué falta de civilización, de decoro y de sentido democrático, los cocodrilos que dan bocados.

Hasta hace una semana, los indignados del 15-M apostados bajo las setas de la Encarnación, en Sevilla, despertaban unánimemente la simpatía de sus vecinos. Qué muchachos más majos, luchando por sus ideales, y a pesar de los tatuajes y las rastas, fíjate, un montón de educados y hasta respetuosos con las viejecitas. Allá iba la gente, a llevarles de comer y prestarles mantitas para el relente, y se sumaba a sus palmas y timbales cuando había jarana o algo que reivindicar. Pero ya no. Ahora, literalmente, los indignados de las setas apestan. La Asociación de Vecinos del Entorno Regina, que son los que viven pared con pared con los idealistas del campamento, denuncian que la plaza está impracticable y que apenas pueden respirar a causa del hedor a orina y excrementos. Por no hablar de la basura, el ruido, las pintas, esas cosas. Sacyr, la empresa que gestiona el Metropol Parasol, también empieza a inquietarse y alega que tanta greña alrededor del monumento resta tirón turístico, con lo que ello implica de doloso para las arcas del municipio. El 15-M ha perdido arrastre, y eso porque ha comenzado a morder: porque el cocodrilo es decorativo, distinguido y bueno mientras permanece aletargado en el salón, sin dar mayores muestras de presencia que sus brillantes escamas sobre los rizos de la alfombra. Qué justo y qué noble era todo lo que los indignados exigían en segundo plano, sin la necesidad perentoria de atender sus reclamaciones, sin que estorbaran de veras mientras se proseguía la eterna liturgia de nombrar gestores corruptos y recortar a tijeretazos la capacidad de supervivencia de los desfavorecidos: y qué maldad y qué estulticia y qué pisoteo al gobierno-representativo-de-todos-los-ciudadanos cuando, cansados de gritar en sordina, dan un zarpazo para que los escuchen en serio. Entonces huelen, entonces molestan. Entonces se vuelven enemigos automáticos de la diosa invisible que a todos nos ampara bajo su égida, la democracia de inmaculada concepción.

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