El fiscal como instructor de causas penales
En los últimos meses, tanto en foros especializados como en los debates y las tertulias que tienen lugar en los medios de comunicación social, se habla de la necesidad e inminencia de una largamente ansiada y esperada reforma del procedimiento criminal, una de cuyas características podría ser el que se le encomendara al ministerio fiscal la fase de investigación de los delitos, hasta ahora responsabilidad de los jueces de instrucción. Así, y hasta cierto punto, de forma similar a como solemos ver en las películas y en las series televisas procedentes de los EE UU, sería un miembro del ministerio fiscal quien, tras la oportuna investigación policial, realizada bajo sus órdenes o su supervisión, y tras las diligencias preliminares realizadas ante su persona, presentaría el caso a los órganos de la jurisdicción penal para su estimación y, en su caso, enjuiciamiento. A lo largo de ese proceso de investigación, habría un juez de garantías a quien, a instancias del fiscal y con audiencia de la defensa del acusado, le correspondería resolver sobre su situación personal o sobre las medidas cautelares que fueran procedentes.
Frente a este planteamiento ya se han alzado voces críticas, no tanto por razones técnicas o porque a ello se le puedan oponer objeciones constitucionales de fondo, sino porque, se dice, el ministerio fiscal y, por supuesto, la policía judicial, son funcional y políticamente dependientes del Gobierno y, de esta forma, la decisión acerca de qué delitos y a qué personas perseguir penalmente estaría en manos del poder ejecutivo, quien ya ha demostrado su poca fiabilidad en tal sentido.
La tentación de manipular en su favor, o en contra de sus adversarios políticos, el aparato de la justicia criminal por parte del poder ejecutivo o, incluso, por parte de la oposición política, es una constante histórica no solo en nuestro país sino, aunque parezca mentira, también fuera de nuestras fronteras; y no me refiero a países con una larga tradición de corrupción institucional, sino a países de democracias tan fuertes y consolidadas como los EE UU, Francia o el Reino Unido. Sería extensísimo hacer referencia a episodios muy conocidos de corrupción política y económica, en los que han aparecido implicados jueces, fiscales y policías, en estos y en otros muchos países tan avanzados institucional y democráticamente como los mencionados.
De modo que el problema no es tanto que dicha tentación exista o que el poder ejecutivo se deje vencer por ella, como que existan mecanismos de control adecuados para que, en lo posible, se neutralicen o fracasen tales indebidos intentos. Dicho en otros términos, el problema no es que el fiscal no deba de llevar la instrucción porque este depende políticamente del Gobierno, sino que existan contrapesos o controles que impidan o minimicen la posibilidad de influencia del poder ejecutivo sobre la actuación del ministerio fiscal. Por ejemplo, en México, la fase de investigación la llevan a cabo los fiscales que trabajan a las órdenes del procurador del Estado o del procurador de la República, equivalentes nuestros, en los Estados o en la federación, al fiscal general del Estado. Colaborando con un competente y activo abogado de la ciudad de México, he conocido, de primera mano, cómo en uno de los casos más obvios y evidentes de corrupción judicial, en el que la resolución de un juez civil del distrito federal perjudicó, de forma manifiestamente injusta, a una conocida empresa norteamericana, la Bell Helicopter, en favor de una empresa local, sin que el procurador del distrito federal, hasta la fecha, haya hecho absolutamente nada por sentar en el banquillo al susodicho juez; y ello a pesar de que durante ocho años no han cesado de ponérsele encima de su mesa evidencias contundentes y más que suficientes para ello. El problema, en este caso, es que en México el monopolio de la acusación la tiene, precisamente, el ministerio fiscal, de modo que la empresa perjudicada no podía más que denunciar al procurador el caso y a él le correspondía, en exclusiva, la decisión de encausar o no al denunciado. Esto en España tiene un eficaz contrapeso porque el fiscal no tiene el monopolio de la acusación, de modo que la citada empresa podría haber acudido, directamente, como acusador particular, ante la jurisdicción penal.
Por lo demás, la realidad cotidiana de nuestros juzgados y tribunales demuestra que, de facto, en la mayoría de los casos, la instrucción la lleva el fiscal porque los jueces de instrucción, por regla general, suelen actuar a su impulso, ordenando las diligencias que los fiscales proponen, archivando los casos que los fiscales les solicitan o sentando en el banquillo a los acusados que el fiscal piensa tienen méritos para ello. De modo que, en el fondo, darle la instrucción al fiscal sería más coherente con la realidad de cómo funcionan las cosas y, además, lograría que los jueces recuperaran su genuina función de árbitros. Un juez de garantías, liberado de la cotidiana influencia del fiscal y de la necesidad de que el fiscal, con sus propuestas, le alivie de su abrumadora responsabilidad, podría analizar con más distancia el caso, adoptando con más fundamento, con más criterio y con más justicia decisiones tan importantes como ordenar o no una prisión provisional o abrir o no juicio oral contra un acusado. Que funcionalmente ello tiene problemas, por supuesto. Las plantillas del ministerio fiscal son muy cortas para esa encomienda y los medios de apoyo de los que disponen son muy escasos. Pero es más que probable que, salvando o reduciendo en intensidad esos problemas, con tal propuesta se lograra mejorar nuestro sistema de justicia penal en aras a que contáramos con una justicia más justa, valga la redundancia, y, sobre todo, más respetuosa con los derechos fundamentales del justiciable.
Bernardo del Rosal Blasco es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Alicante.
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