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Columna
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El arte de discutir

Una de las asignaturas pendientes que tiene Madrid es la del arte de discutir. La mayoría de las personas son expertas en insultar. Y cuando una discusión empieza así, ya no hay debate posible. Coge tus bártulos y escapa, porque todo se reduce a gritos y supuestas verdades como puños que suelen acabar a puñetazos o en comisaría.

Hay muy poca gente que sepa escuchar. Son casi infinitos los adictos a llevar la contraria siempre por principio. Todos los visitantes debieran saber que en los bares y tabernas de Madrid es mejor no hablar de política ni de religión. Incluso hablar de fútbol puede resultar temerario. Les das razones y te contestan cañonazos. Y así, los bares son un tormento.

En la mayoría de las discusiones, ambos contrincantes se colocan en sus respectivas fortalezas, se desoyen, se aferran como perros a sus posiciones y de allí no los saca ni el diablo. (Los dioses tampoco saben discutir, como se comprueba en cualquier historia de las religiones, y como ocurre ahora mismo al parecer).

A esto hay que añadir otro defecto muy madrileño que consiste en que alguien desconocido se meta en tu conversación sin que nadie le dé vela en el entierro. Normalmente, esa nefasta costumbre es ejercida por los más ignorantes y los más tontos de toda la barra del bar.

Hay individuos e individuas que nos están contaminando las cantinas. Incluso llevan allí sus portátiles para demostrar a la clientela de que lo que ellos dicen va a misa. Hay que huir de esas personas que a la menor ocasión sacan el ordenador y lo esgrimen como prueba irrefutable de que sus contrincantes están en el error.

Un bar no es un consultorio jurídico ni político ni histórico ni nada de nada. Un bar tiene que ser un solaz, solamente un solaz. Madrid debe aprenderlo.

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