Angélica o la cabeza en el vientre
Angélica Liddell se autorretrata sin pudor, como Frida Kahlo o Charley Toorop. En su página web cuelga periódicamente fotos tomadas en su casa o en habitaciones de hotel donde, vestida, desnuda o disfrazada, transmite soledad, desasosiego y algún relámpago de felicidad repentina. Francisco Nieva acuñó un término, teatro furioso, que al de Liddell le va de perlas. Hasta hace poco, escribía obras de ficción o inspiradas en hechos reales, sobre personajes extremos y abominables, que ella misma ponía en escena con medios materiales escasos aprovechados con imaginación, y que interpretaba salvajemente, con Gumersindo Puche al contrapunto.
Últimamente, prefiere expresarse sin ficción de por medio. Además, como ha obtenido mayor apoyo institucional, sus puestas en escena se han magnificado. Maldito sea el hombre que confía en el hombre, un projet d'alphabétisation, espectáculo coproducido por los festivales de Otoño y de Aviñón, es un documento radiográfico de la rabia acumulada en los huesos, un pliego de quejas vitales íntimas expuesto con cierta llaneza y una diatriba acerada dirigida contra un blanco difuso.
MALDITO SEA EL HOMBRE QUE CONFÍA EN EL HOMBRE: UN PROJET D'ALPHABÉTISATION
Autora y directora: Angélica Liddell. Intérpretes: Lola Jiménez, A. Liddell, Fabián Augusto Gómez, Gumersindo PucheJihang Guo.... Luz. Carlos Marquerie. Escultura: Enrique Marty. Matadero, sala 1. Del 19 al 22 de mayo.
Aunque es autora reconocida, Angélica cautiva, sobre todo, por la manera feroz en que defiende sus textos sobre las tablas: de la palabra hace una bayoneta calada. Cuando carga con ella no hay quién se resista. Frágil, menuda, en escena parece San Jorge y el dragón metidos en un solo cuerpo. Produce empatía y espanto. Su presencia protagónica galvaniza la primera parte de una función que dura tres horas largas, y sus embates quijotescos están bien contrapesados por la presencia a veces yin, a veces yang, de Lola Jiménez, su testigo y alter ego, Sancho Panza de un viaje compartido.
Es más adecuado hablar de este espectáculo en términos de energía que de calidad. Liddell podría pulsarlo mejor, hacerlo más esencial, pero prefiere sustraerse al ritmo despiadado de nuestra época y dejarlo respirar mediante tiempos mortecinos esparcidos aquí y allá. Tiene, además, un público cómplice que admite la de arena por la de cal. Maldito sea el hombre que confía en el hombre... recrea con ironía el Edén perdido de la infancia, simbolizado por nueve niñas jugando.
En ese paraje idílico de falsete, la autora esboza un glosario de la doblez humana (en francés, para hacerle un guiño a sus coproductores y al país donde más se está prodigando) y clama con furia de adolescente contra la doblez de sus amantes pasados y futuros, por si acaso. En boca ajena sus palabras sonarían ingenuas, o por lo menos eso es lo que sucede cuando, tras el descanso, es otro actor, sin su rabia, quien toma las riendas del discurso, harto reiterativo a esas alturas. Pero cuando habla ella, tan con el estómago, el hígado y el bajo vientre, produce tal empatía que poco importan sus razones entonces. Encarnados, sus monólogos entran por la piel, no por el raciocinio. No a todo el mundo le sucede igual: en la segunda función, tras el descanso hubo algunos abandonos, especialmente entre las filas de invitados.
En Maldito sea el hombre que confía en el hombre... hay un piano mecánico que interpreta obstinadamente una sonata de Schubert bellísima (ocho veces que no cansan), el contrapunto cinético de una troupe de excelentes acróbatas chinos, una luz protectora made in Carlos Marquerie, alguna jeremiada que hace honor al título, extraído del libro del profeta, y ruido que augura cosecha de nueces. Al término del espectáculo, tras los aplausos y el grito repentino de una joven espectadora ("¡todos a la Puerta del Sol!"), se podía palpar una división de opiniones radical.
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