Maribel en el malecón
En un espacio tan emblemático como el malecón de La Habana se ha querido retratar Maribel Quiñones, Martirio, para la portada de El aire que te rodea, el proyecto junto al pianista y compositor cubano José María Vitier que anoche conoció en el Teatro Español su estreno nacional absoluto. Los dos aparecen en esas imágenes en un discretísimo segundo término, rodeados de viejos televisores y con el azul infinito del océano perdiéndose en la lejanía; metáfora de compromiso atemporal y oceánico para un cancionero que se nutre de poetas ilustres, desde Calderón a Rubén Darío, Gabriela Mistral o, por partida doble, el inmarcesible Federico.
Quiñones ha querido elevar un canto de amor y compromiso hacia la música cubana, una adscripción legítima y noble de la que no duda en hacer bandera. Pero no es la Martirio cubana, seguramente, la que más adhesiones suscita entre su parroquia: anoche, pese a la profusión de invitados, solo se cubrieron las tres cuartas partes del aforo. Ni el son ni la trova dejan asomar esa coplera deliciosa a la que Maribel nos tiene acostumbrados, por mucho que alguna de las nuevas composiciones (Deseos, sobre versos de Salvador Díaz Mirón) termine atracando en el puerto del tango flamenco. Y además se desvanece el humor luminoso, sureño y cotidiano de sus mejores discos; ayer solo afloró en sus deliciosas presentaciones, como aquella en la que elogió la poesía "porque desde los haikus hasta el Facebook te hacen una mejor persona del siglo XXI".
Correcto y previsible
Vitier es un autor tan correcto como previsible, y, más aún, si se ve constreñido por la tiranía de los versos preexistentes. Hay en este repertorio momentos emocionantes, sobre todo por gentileza de García Lorca, pero acaban sepultados por la sensación de monotonía: los patrones de composición y las inflexiones al piano son reiterativos. Algunos temas se los podríamos imaginar a Pablo Milanés y Dulces favores (Calderón de la Barca) encaja en los parámetros del Serrat maduro. Es decir: todo lo hemos escuchado antes.
Menos mal que Martirio es mucho Martirio. Sobrecoge su dolor mientras deshoja una rosa roja en Tengo miedo a perder la maravilla. Y asombra, una vez más, esa capacidad mágica de alargar las palabras, de dar cuerpo a su voz en un verso para hacerla voluble en la siguiente sílaba, de jugar con los melismas y hasta con las onomatopeyas. Ella y su hijo, el versátil guitarrista Raúl Rodríguez, acaban salvando los muebles.
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