El miedo y las montañas
Cavendish gana su segunda etapa y se despide antes del tríptico dolomítico
Pasado Rímini, Hernández cruzó el Rubicón, el río rojo, y proclamó: "Y dentro de tres días nos haremos hombres". Poco después, Contador cruzó Cesenatico, su pueblo, el del Pirata, y pudo pensar en Pantani, con quien tanto le han comparado, a quien tanto ha admirado, y en lo que sentiría vestido de rosa en un momento así; la mezcla de excitación, anticipación y miedo que experimentaría, que experimentarían todos los grandes campeones, también pasando las hojas del libro de ruta dedicadas a los tres días que llegan: el viernes, hoy, el Grössglockner, el gran campanario, la montaña más alta de Austria y su glaciar; mañana, sábado, el temido Crostis y el Zoncolan; el domingo, el Giau, cima Coppi, y la Marmolada. "Intentarán hacerme bailar bien", dijo Contador, el patrón del Giro; "otros lo intentarán y yo estaré atento. En función de cómo vaya todo, decidiré qué hacer".
¿Intentarán? Entre Hernández, el compañero-amigo, el jovial escalador de Fuenlabrada, que atacará el tríptico dolomítico como prueba de madurez, y Contador, que se enfrentará a las montañas, amigas-enemigas, el obstáculo y también el trampolín, como un desafío a su grandeza, el pelotón se mueve en el territorio del miedo. Miedo a Contador y miedo a las montañas, a la acumulación de esfuerzos, al famoso Giro de los ocho finales en alto. El miedo a Contador -"el que ganará el Giro con una pierna", exagera su exdirector, Bruyneel-, temor paralizante, parecido al que inspiraron en su momento grandes devoradores como Merckx, Hinault o Armstrong, lo sienten más que nadie sus rivales italianos, los desafiantes Nibali y Scarponi, que temen moverse, no sea que se moleste el jefe y los machaque. Miedo a las montañas, a las lluvias anunciadas, a los traslados en autobús, lo sienten todos, los que se juegan algo, los que no se juegan más que seguir en la carrera. Miedo también de los favoritos a los tres días exagerados, uno detrás de otro, que obligan a la prudencia, a bloquear la carrera, a no atacar, no sea que al día siguiente no haya fuerzas, a dejarlo todo para el último puerto del último día.
"El espectáculo. Ah, todo por el espectáculo", reflexiona en voz alta Roberto Damiani, el director del Lampre, que observa cómo el Giro, cómo todas las carreras grandes, se ven obligadas a acumular dificultades en un circense más difícil todavía que culminará, dentro de no mucho, en pura reducción al absurdo. Habla Damiani de la necesidad morbosa de ascender y descender mañana el Crostis, para lo que la ruta hará un desvío circular. Mañana, precisamente, el día del Zoncolan, el Angliru italiano, al norte de Venecia; el día preferido por todos los escaladores españoles, el día mítico. Después del Etna, el Zoncolan es para Contador la emulación obligada de Pantani, el que dejó su signo en casi todas las grandes subidas del mundo (en sus tiempos no se subía el Zoncolan). Para Arroyo, el Zoncolan es el recuerdo del año pasado; la cima de Basso, en la que, sin embargo, fue él, el escalador de Talavera, el que subió al podio vestido de rosa; mañana, para él, la oportunidad de demostrar su valor. Para Anton, que lo desconoce todo y todo lo mira con los ojos bien abiertos, lo traga con la mirada, con la ilusión, el Zoncolan es un nombre, el poder de sugestión, la llamada a la imaginación que despiertan tres sílabas: para su alma de escalador, el súmmum.
Llegados a las calles de Rávena, el final de "la última etapa tranquila" (Contador), y bajo la advocación de Piva, el director del HTC ("hay que hablar menos y pedalear más"), entre Cavendish y Petacchi se acabaron las discusiones bizantinas. Tras una caída a 1.300 metros, el sprint se decidió en un cara a cara feroz en el que Petacchi dudó antes de anticiparse y Cavendish ganó. Su segunda victoria y a casa, como Petacchi también. "Ya no hay posibilidades de sprint, solo montañas", dijeron ambos, quienes creen que la hombría ya la han demostrado.
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