El bombo del superclásico
Me acuerdo del entorno de mi primer clásico en La Bombonera de manera borrosa y general. Entre la responsabilidad, los nervios y esa inocencia juvenil acerca de la condición fugaz del tiempo, pasé por el momento sin sublimarlo. Concentrado solo en el partido.
Fuera del penal al palo de Diego, los goles de Caniggia y las acciones importantes, recuerdo detalles. Algún pensamiento aislado, como observar a Maradona y Francescolli y no entender muy bien por qué yo estaba allí. Alguna anécdota pintoresca, como la precisión milimétrica con la que los hinchas de Boca calculaban la expectoración de sus mucosidades para cruzarlas exactamente en mi camino mientras me preparaba en el callejón de los palcos.
Al envoltorio del partido, lo que tanto destaca a este enfrentamiento sobre el resto de derbis en el mundo, lo recuerdo como un vago ruido rítmico de fondo: el tronar del bombo y las banderas agitadas. Quince años después, el superclásico palpita con idéntico folclore y una actualidad deportiva devaluada.
River llega al partido con la mirada fija en la tabla porcentual, que es la que determina los descensos. Los promedios, instaurados en los años ochenta, se calculan con la suma de los puntos de las últimas tres temporadas divididos por la cantidad de partidos jugados. Un artilugio creado para la estabilidad que ahora pasa factura a las reiteradas gestiones deficientes de algunos clubes grandes.
Boca, el club que más gastó en fichajes, llega en un aletargado decimotercer puesto. Acarrea también la necesidad de sumar puntos para no padecer el año próximo dolencias similares a las de su máximo rival.
Una diferencia entre el presente de River y el de Boca es que los millonarios ya han asumido su papel de lucha. Su nuevo presidente, Passarella, inició un plan de austeridad para intentar enderezar el club. Su hinchada, concienciada ante el abismo, empuja al equipo sin reparar en gustos. Saben que son épocas de McDonalds y que para el caviar deberán esperar tiempos mejores.
Boca, en cambio, sin problemas tan angustiantes de descenso, todavía no se reconoce en su situación actual. Se piensa a sí mismo apenas en una coyuntura. En realidad la meseta de Boca se extiende mas allá de lo que muchos aficionados y algunos protagonistas están dispuestos a reconocer.
Entre estas tristezas del presente se habló poco de fútbol los días previos al derbi. No fueron noticia ni el discurso de los entrenadores, ni las hipotéticas formaciones, ni el compendio de récords de Palermo, ni la vigencia y el liderazgo de Almeyda ni el futuro europeo de Lamela. Tampoco interesó a la prensa sumergirse en los insondables sentimientos de Riquelme, que, traducidos al balón, pueden, como una canción de Portishead, enriquecernos la existencia desde la melancolía.
Fue noticia la posibilidad de que el Gobierno de la Ciudad prohibiera, por motivos de seguridad, la entrada al estadio de bombos y banderas. Esta medida provocó tal agitación popular que se terminó por desistir de la misma. Un síntoma de que el packaging del superclásico superó definitivamente a sus protagonistas.
Yo escribo y es domingo. El clásico está por empezar. Usted lee y es lunes. Como dijo William Gibson: "El futuro ya esta aquí". Ojalá que en el clásico de ayer alguna jugada, alguna gambeta o algún gol hayan opacado por un rato el retumbar de los bombos y el temblor de las gargantas y de las banderas. Querrá decir que todavía hay fútbol en medio de toda esa pasión. Querrá decir que el superclásico no solo es un envase colorido y que todavía vale la pena el contenido.
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