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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Londres con libros y (muchos) plátanos

Manuel Rodríguez Rivero

Llevo asistiendo a la London Book Fair desde hace 22 años, de manera que supongo que la conozco bien. Después del volcánico fiasco de 2010, cuando las cenizas del Eyjafjalla boicotearon la asistencia internacional y los pasillos de la feria se mostraron mudos y desiertos, los organizadores esperaban mucho de la edición de este año. Bueno, no ha sido para tanto. A pesar de su sempiterna, patética y absurda obsesión por convertirse en la alternativa a la Buchmesse de Fráncfort, lo cierto es que la Feria de Londres sigue anclada en sus modestos límites. Desde el punto de vista internacional, sirve sobre todo como preparación semestral al gran encuentro alemán, que tiene lugar en octubre. Para los editores foráneos resulta útil para estrechar lazos con gente con la que se suele tratar por correo electrónico, para negociar algunos derechos (más compras que ventas) y para enterarse de primera mano de las novedades editoriales de los grandes grupos, incluyendo el último de Stephen King (titulado 11/22/63, que es la fecha en que apiolaron a Kennedy) y el libro de Michelle Obama sobre la pequeña huerta que ha dispuesto en el césped sur de la Casa Blanca y que abastece a la imperial familia de productos ecológicos locales (créanme: arrasará, por lo menos en Estados Unidos), y que Crown publicará en 2012, año electoral (allí también). Además, este año -la crisis estimula el ahorro- faltaron expositores importantes, los seminarios no fueron para echar cohetes y la llamada "zona digital" resultó bastante pobre. De modo que pretender hacerse una idea de la situación del comercio internacional del libro en la Book Fair es como creer que se conoce Londres sin haber salido del barrio de Earl's Court, por poner un ejemplo cercano al recinto ferial. Eso sin mencionar los habituales fallos organizativos que contribuyen a alentar la sorprendente pasión británica por las colas, la confusa señalización o la (salvo notables excepciones) falta de entrenamiento de las personas encargadas de proporcionar información. Total, que lo mejor de la Bookfair sigue siendo que está en Londres. Eso permite al observador que no lleva una agenda rebosante de citas darse prolongados paseos por la ciudad, visitar exposiciones interesantes, degustar excelente comida oriental y adquirir algún libro novedoso (por ejemplo, Family Values, el último poemario de la estupenda Wendy Cope). Pero, sobre todo, comprobar que, mientras el Gobierno de millonarios de David Cameron provoca el cierre de docenas de bibliotecas públicas locales y convierte la educación superior en artículo de lujo, el tejido librero de la ciudad (y, por extensión, del país) continúa sufriendo el deterioro iniciado con la supresión (1996) del Net Book Agreement, que era la norma equivalente a nuestra ley del precio fijo. El número de las librerías independientes disminuye, y las cadenas tampoco están en su mejor momento: Borders quebró y Waterstone's (más de 300 tiendas en Reino Unido, Irlanda, Bélgica y Holanda) busca desesperadamente escapar de la bancarrota. El fondo de las librerías se ha reducido ostensiblemente, para hacer sitio a los best sellers descontados y a las permanentes ofertas de tres tapablandas por el precio de dos. Y, para colmo, los británicos compran cada vez más en Amazon.com, especialmente libros digitales. El último (y muy mejorado) modelo de Kindle, el lector electrónico comercializado en exclusiva por la compañía estadounidense, se vende a 111 libras (125 euros), tiene una capacidad de almacenamiento de más de 3.000 títulos y pesa menos que un libro de bolsillo. Si se tiene en cuenta que el que puede leer en inglés tiene a su alcance (y más baratos) una buena parte de los libros disponibles en el mercado anglófono, ya se hacen una idea de la situación. Lo que nadie termina de explicarme es lo que ocurrirá aquí si, como está previsto, Amazon aterriza en España próximamente. Por lo demás, la primavera de Londres se ha llenado de plátanos. Sí, de bananas. La influyente, feminista (y antigua comunista) Miuccia Prada, que ha convertido su firma en el epítome de la vanguardia chic, ha decidido que el gran motivo de la moda de esta temporada es el plátano y, de repente, calles y escaparates se han poblado de representaciones de ese fruto delicioso (sobre todo en su variedad cavendish, que es la canaria). El banana-print alegra faldas, blusas, corbatas, ropa interior, pendientes, adornos, zapatos, complementos. Incluso me ha parecido ver a dos o tres editores cuyos rostros mostraban rasgos francamente abananados. Junto con los souvenirs de la boda del siglo (día 29) las bananas pueblan los escaparates y se hacen omnipresentes en la indumentaria de las gentes, quizás no siempre conscientes de su simbolismo fálico, como ya descubriera Josephine Baker en el Folies Bergère de los años veinte (no se pierdan en YouTube el vídeo de su Banana Dance, de 1927) y redescubrieran Velvet Underground y Nico en su magnífico álbum de 1967, que ostentaba en la cubierta un plátano-falo diseñado por Warhol. De modo que plátanos (ya que no libros) para todos. Los cosecheros canarios estarán que no caben en sí de gozo.

Lo que nadie termina de explicarme es lo que ocurrirá aquí si Amazon aterriza en España

Azorín

E. Inman Fox (1934-2008), uno de los hispanistas que mejor comprendió el impacto de la crisis de 1898 en la literatura española (léase Ideología y política en las letras de fin de siglo, Espasa, 1988), calculó que Azorín publicó a lo largo de su vida unos 5.500 artículos y colaboraciones periodísticas. Mucho más intensamente que otros escritores de su tiempo, José Martínez Ruiz convirtió el periodismo no sólo en su principal medio de vida (su primer artículo data de 1891, y el último de 1965), sino en una fecunda cantera de la que extrajo los temas y asuntos que desarrollaría en su obra literaria y ensayística. Leídas con perspectiva centenaria, sus primeras novelas (que hoy podríamos calificar en cierto modo de "falsas novelas" o, incluso, de autoficciones), y especialmente la llamada "trilogía de Antonio Azorín" (La voluntad, 1902, Antonio Azorín, 1903, y Confesiones de un pequeño filósofo, 1904), reflejan agudamente aquella crisis ideológica que afectó a toda su generación, y que "el pequeño filósofo" (primero simpatizante anarquista y, luego, tan reaccionario) manifestó en múltiples ocasiones a través de sus columnas periodísticas. Y lo hacen de modo original, alejándose tanto del argumento (en sus novelas "no pasa nada") como de las demás convenciones narrativas del XIX, y buscando caminos que entonces se hallaban en una modernidad metaliteraria que aún no podía ser vanguardia. La Biblioteca Castro -una colección de referencia para el patrimonio literario español- ha publicado el primero de los tres tomos (edición a cargo de M. A. Lozano Marco) consagrados a la novelística de Azorín, en el que se incluyen -además de la ya citada trilogía- toda su narrativa publicada entre 1902 y 1925. Y, como siempre, sin notas que interrumpan la lectura de los textos o impongan interpretaciones más o menos discutibles. Y es que, después de todo, no hay nada como el libre examen para reencontrar textos y autores (injustamente) olvidados.

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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