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Columna
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Mis problemas con el posmodernismo

Creo que de los ismos por los que ha transitado la literatura el posmodernismo está entre los más interesantes. Sin embargo, los planteamientos de este movimiento literario a menudo me resultan bastante más atractivos que los textos que generan.

El posmodernismo nos propone una nueva forma de escritura: se defiende la fragmentación, se invita a cuestionar verdades que hasta el momento se presentaban como "normales" o "naturales", se da cabida a códigos antes restringidos a los géneros populares... Y al mismo tiempo hallamos una elogiosa aspiración a reflexionar sobre la escritura misma. A todo lo anterior debemos sumar un rasgo que quizá da ventaja al posmodernismo sobre el modernismo. Mientras que los escritores modernistas pretendían hacer algo "nuevo" y "único", los posmodernistas no tienen reparos en echar mano de formas del pasado, reescribiéndolas y sacando a la luz sus limitaciones, pero también apoyándose en sus logros. El posmodernismo se erige así como un puente entre el pasado y el futuro.

Que estas ideas me parezcan más sugerentes que las obras a las que dan fruto es, en parte, una consecuencia de anteponer la teoría a la práctica o de hacer pública la poética de un grupo literario o de un autor en concreto. Porque las poéticas no son una descripción de lo que se hace, sino de lo que se aspira a hacer. Y nunca alcanzamos las cotas que nos habíamos propuesto. De ahí que si explicitamos nuestras pretensiones corremos el riesgo de que cuando luego el lector se enfrente a la obra se pregunte: "¿Tanto cuento para esto?".

Pero hay otra razón más poderosa para mi insatisfacción. Lo atractivo y flexible de los planteamientos antes expuestos invita a los autores a lanzarse a su exploración, a jugar con ellos. Y en esa exploración demasiadas veces suele sacrificarse el vínculo del posmodernismo con la tradición. Los autores parecen más cómodos en el extremo del puente que está cercano al futuro; hasta el punto de no ver, e incluso negar, el que parte del pasado. El resultado son construcciones experimentales, ejercicios de estilo que parecen flotar en el aire. Son el equivalente literario al niño que ha aprendido a andar en bicicleta sin manos y llama a su padre para que éste vea lo que sabe hacer. Es por esta razón por la que La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon, por ejemplo, me parece una obra menos lograda (y mucho menos digerible) que Contraluz, del mismo autor.

Y sin embargo, y de aquí mis problemas con el posmodernismo, creo que obras tan duras de roer como Ágape se paga, de William Gaddis, o La subasta del lote 49 son muy necesarias. Libros como estos son experimentos, y de los experimentos (incluso de los fallidos) nos beneficiamos todos. En primer lugar, sirven como banco de pruebas donde no sólo un movimiento literario sino la literatura misma nos demuestran sus posibilidades, y no importa que los resultados sean imperfectos, exigentes o marcianos. Por otro lado los experimentos son indicadores de que la literatura está en permanente evolución y de que no nos limitamos a repetir modelos del pasado. En este sentido La subasta del lote 49 es más valiosa que Contraluz.

Por todo lo anterior, aunque algunos lectores, entre los que me incluyo, prefieran libros como La mujer del teniente francés, de John Fowles, o Foe, de Coetzee, donde el elemento posmodernista es uno más en una construcción de cimientos clásicos, donde encontramos un equilibrio entre tradición e innovación, debemos celebrar que haya autores que no quieran saber nada del punto medio aristotélico y se lancen a experimentar, con los riesgos que ello conlleva.

Jon Bilbao (Ribadesella, 1972) es autor de Bajo el influjo del cometa (Salto de Página), libro de relatos ganador del Premio Tigre Juan 2010. Acaba de publicar la novela Padres, hijos y primates (Salto de Página).

Thomas Pynchon visto por Sciammarella.
Thomas Pynchon visto por Sciammarella.

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