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Columna
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Polvo de estrellas

Verán, hoy es 20 de abril y cumplen años un par de amigos míos, unas personas realmente estupendas -por cierto: ¡felicidades!-. ¿Y a nosotros qué?, me dirán. Bueno, pues resulta que tal día como hoy nació también un señor con bigote, largamente aclamado como Führer. Y si van conociendo un poco mis laberintos mentales, podrán adivinar que esa coincidencia me lleva a reflexionar sobre la astrología y sus artes adyacentes.

Si uno se pone a pensar, la cosa no deja de ser delirante: el mapa celeste del día de nuestro nacimiento determinaría nuestro destino -versión fuerte: la astrología como arte adivinatoria- o, al menos, nuestro carácter -versión suave: los signos del zodiaco-. Es decir, las estrellas nos dictarían, decidirían -en mayor o menor medida- qué somos, cómo somos. La verdad es que como pensamiento poético o místico me parece encantador. Como doctrina que aspira a ser objetivamente cierta, un churro.

Y, sin embargo, es comprensible que el ser humano haya buscado signos del destino por todas partes: en los astros y sus supuestas formas animales -el zodiaco-, en las cartas del tarot, en toda clase de superficies líquidas o brillantes -espejos, bolas de cristal, barreños de agua-, en las entrañas de pájaros y otros animales, en los sueños supuestamente premonitorios, así como en el territorio privilegiado del cuerpo humano, especialmente en las formas y las líneas de la mano y el rostro. Es comprensible porque la incertidumbre sobre lo que nos depara el futuro provoca inseguridad, resulta desasosegante.

La extensión y divulgación del conocimiento científico ha desprestigiado este tipo de creencias, pero otra cosa es que hayan desaparecido del todo, que no subsistan incluso en los intersticios de las mentes más racionalistas. No es que las derivaciones estrictamente adivinatorias de la astrología -de la carta astral a los chapuceros horóscopos de los periódicos- tengan demasiado seguimiento, pero la caracterología del zodiaco sigue gozando de relativa buena salud en la mentalidad popular. Especialmente entre las mujeres, de quienes es más habitual escuchar juicios psicológicos del tipo "sabía que una Géminis y un Escorpio no podían durar mucho"; "es súpercabezota, como todos los Aries"... Lo cierto es que nuestro cerebro necesita encontrar patrones, generalizaciones predictivas y que, en ese sentido, a menudo los signos zodiacales parecen resultar efectivos. Seguramente porque juzgamos a las personas ya con ese sesgo cognitivo, resaltando las coincidencias -con las características que conocemos de su signo zodiacal- y minimizando las diferencias.

Del mismo modo, ¿por qué nos resulta interesante saber quién nació el mismo día que nosotros, aunque sea en años distintos? Porque suponemos una misteriosa afinidad. A menos que sea alguien como Hitler, claro. En ese caso, que le den al polvo de estrellas...

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